jueves, 24 de diciembre de 2009

VARIACIONES SOBRE EL INSOMNIO

(Se) cierra la cortina
y, a la tarde, en copas.
Humo sobre las perlas y marfiles
cuando el cordón húmedo forjaba
la noche.

Aldea de espejos.
Anoche.
Aldea. Espejos.
De noche

un cielo con agua negra
y un recuerdo de botellas.

(A)fuera, en bares.
Ella conoció un hervor, el café,
el abrigo el desamparado
el talismán para morder
(crepúsculo),
las narices.

Aldea de noches.
Espejos.
Espejos. Noches.
Aldea.
De espejos

se cierra la cortina.
Y, al otro lado, cielo: del puro
color de lluvia, impuro
olor con fiebre,
sobre vacío,
sobre (mañana),
de nada.

martes, 15 de diciembre de 2009

Sube mi cuerpo
de los brazos
de la tierra
y de los alientos
de los mares
brota mi voz
mi boca
en la cintura
del fuego
y el rocío
para hundirme
ciego
para amarte
oscuro, nuevo

Bajo por tu cuerpo
hasta las calles,
una costa ardiente,
acantilado de seres
desesperados,
me escolta para hacer
de estos versos
carne y espuma
viento, deseo

Suben tus manos
de la desidia
de un tibio río
y desde la luna quieta
sopla tu voz
en el rumor del agua
tu boca
en deshielo,
para hundirte
ciega
tu boca
para amarme
oscura, nueva

Baja una luz
de arena
en los espejos
de nuestros ojos

sube un hálito
de estremecimientos
en nuestro cuerpo

y caemos, acariciados
por el alba,
ensueño, delirio

y al fin rendidos.

sábado, 12 de diciembre de 2009

y entonces sólo deserciones
como magmas,
como mermeladas desgarrando bosques
espadas
olivos
con mi gota de sangre como alfileres deshojando
la materia de leches, ternura, misterio

sólo entonces
reverberan las fantasías de colegialas suicidas,
de terroristas
miedosos de sábanas descuartizadas
como oscuridades empapadas de ceniza
como troncos de humo encinto y pilas de diarios, empanadas, crucigramas

y una vez sólo, viste, proyectándose en el cine
todos tus sueños
y una vez se pudo envenenar la luna de Buenos Aires
y sólo la entonación de un café a punto de babearse

baba, viento, medias, esperma,
apilo, apilo, apilo

y juro por la desmemoria de mis hojas
que vi desmadrarse los canteros
de los jardines y los opacos azulejos

y perjuro,
oh: que hueso que reitera, recupera, regresa
que para resarcirnos de tanto sonido verde
y piedras ensordecedoras
y sabores a burbujas rojas.
TRISTEZA ENCABALGADA

Mi tristeza golpea con rudo alambre,
mi tristeza sabe de señuelos y espejos,
mi tristeza una tarde se acostumbra
al alcanfor, la mierda y las flores,
mi tristeza arde, muerde y muda
se topa con pupilas grises y laxos
calambres.

Arranca un muro de mejilla
y enmarañada y dura pezuña, espanto
y líquido collar de babas rancio,
galopa en pelo, trashuma en celo
por las sorderas de una guitarra
y los monólogos de un arriero.

Ahí va la triste alegría, triste.
Vestida de verdugo,
ardiente de espejos,
a recorrer las habas
y alambres de la muerte,
a reiterar sus uñas,
a cavilar, entre cueros
y mejillas, su monólogo
triste entre tardes y traidores.

martes, 24 de noviembre de 2009

FELICIDAD

Procuro hallar la sombra de la verdad
que otros llaman luz del conocimiento
y tan sólo y tan solo me encuentro
frente a un pálido sol de tempestad.

En mí yacen los vientos del olvido
y, entreverándose quién soy y he sido,
una vigilia de arena cansada
me auncia, en soplos, que no soy nada.

¿Y quién pregunta?, pregunta una voz.
¿Y quién te abandona y quién sos?
te preguntan, una y otra vez: ¿sos?
Un alma en su sueño saluda, adiós.

Pero te veo llegar y es ilusión
la realidad y mentirosa la verdad
que empaña y cura al corazón
con cárceles de vidrio y libertad.

¿Y quién, en sueño, te ha buscado?
En aquella vigilia me creí abandonado
y tan solo un corredor de desvelo
y tan sólo tu cara de nieve y consuelo

me han dado la clave: he encontrado
lo que no puede ser, frágil, pensado
en los caminos del dolor y la muerte
y, en tu sed, el destino no advierte.

lunes, 23 de noviembre de 2009

BELLEZA DEL ARTE Y DE LA NATURALEZA

El concepto de belleza pareciera estar determinado por las circunstancias históricas, culturales y económicas de cada época.
Fuera de una ontología platónica que plantee una esencia de la belleza, la experiencia demuestra - como en tantos otros terrenos - que las nociones acerca de la belleza varían y se adecuan a los intereses, conflictos y universos simbólicos de las clases dominantes - y dominadas -, de los imaginarios de los sujetos concretos de cada tiempo y lugar puntuales.
El concepto de belleza actual difiere del gótico o romántico e incluso del griego, así como éste difiere del egipcio o precolombino. La cultura delimitaría una construcción de belleza en las artes, las modas y las costumbres. Esa construcción se imprime en nosotros y regula cada percepción o sensación en torno a la cuestión referida.
Cuando decimos “la cara de María es perfecta: sus ojos claros, su nariz afilada, sus rasgos finos y su boca gruesa y redonda; es hermosa”, o por ejemplo, si proponemos “la voz del tenor conmueve por su belleza”, estaremos siendo operados y pensados por una categoría a priori de lo bello (y lo feo), directamente relacionada a un imaginario simbólico anterior a nosotros. Imaginario materializado en nosotros, a través de nuestros juicios y opiniones. Ese imaginario podríamos llamarlo también de varias formas: tiempo histórico, circunstancias dadas, situación de clase, etc.
En síntesis: no hay una forma o esencia de belleza, sino construcciones históricas en torno a lo bello (y su par dialéctico lo feo).




A partir de este marco, quisiera plantear el interrogante central del presente artículo:
¿Es más bella la belleza de la naturaleza o la belleza de una obra de arte?
La supuesta belleza de un atardecer, ¿es más bella que la de un Picasso?
Es decir, aceptando el hecho de atribuirle al “atardecer” y al objeto “un Picasso” cierta belleza, nos preguntamos:
¿Por qué es más bello un atardecer que “La muerte del torero”? ¿Por su esplendor? ¿Por su perfección, su inconmensurabilidad?
Contemplemos el cielo desde la orilla de una playa. Dejémonos llevar por el horizonte y el tono azul, rojo y pálido del cielo. Mojemos nuestros pies en el agua. La brisa, a veces ligera, a veces suave y las olas, el ritmo de la formación y el choque. Las costras de sal en la arena y arriba la luna. La luna enmarañada en la neblina. Y la extensión de lo que nos rodea: el cielo y la tierra. Y aún dejamos afuera los matices, lo pequeño: la contextura de miles de gotas, la zona nublada del cielo con sus grises y blancos, el grano de arena seco entre lo húmedo, etc.
La percepción de ese ocaso, a primera vista, sería insuperable.
“La muerte del torero”, una obra impactante, revolucionaria, ejecutada con trazo a la vez violento y reflexivo, de tendencia abstracta pero también figurativa, ¿podría ser más bella que el atardecer recién descripto? ¿Podría una pintura ser más bella que el impresionante atardecer?
Supongamos un Dios en la naturaleza. Supongamos una inteligencia creadora en las brisas, en la luna, en la tierra. Un soplo, supongamos, un hálito creador en el mar, en el cielo y las nubes. Una inteligencia divina que crea cada objeto de ese atardecer y el atardecer mismo.
O mejor supongamos que no hay Dios. Ni divinidad ni nada. La naturaleza y su complejo funcionamiento, sin trascendencia ni entidad superior a ella. Entandamos al atardecer como un proceso de autocreación, como la suma de diversas partes y pequeños procesos dentro de ese proceso más amplio. Esta perspectiva nos liberará de la visión metafísica de una inteligencia suprema o Dios para entender un atardecer. Nos acercaría al esbozo de una dilucidación cientificista del asunto.
Y ahora veamos qué hay detrás de “La muerte del torero”. ¿Hay una inspiración sagrada? ¿Una voluntad estelar o una fuerza análoga a la de la naturaleza? A no especular: detrás está sólo Pablo Picasso. El trabajo de un artista llamado Pablo Picasso. Aunque detrás de esa obra también hay una historia de la pintura, una evolución técnica, un estilo y un procedimiento producto de siglos de obras y artistas. Pero nada más: ni una inteligencia divina ni un Dios ni una fuerza autocreadora de infinita complejidad. Está Pablo Picasso.
Es decir, un ser humano. Un ser finito, una inteligencia limitada, un cuerpo mortal. Algo capaz, en su condición efímera, de crear un objeto que irradia vida propia y se instala, con su particular potencia - al decir de Juan José Saer -, como un lenguaje dentro del lenguaje, un cosmos dentro del cosmos.
Sentado este análisis, estaríamos en condiciones de afirmar la supremacía de la belleza de un Picasso que la de un atardecer.
No importa si la inmensidad de la percepción me sume en el éxtasis contemplativo del atardecer y adjudico una belleza insuperable a su experiencia. La belleza del arte es superior en dignidad. Inducida por un ser finito (artista), resulta inmensamente más grande, hermosa y trágica que la provocada por una entidad infinita (Dios, naturaleza).
Resulta conmovedor el trabajo del artista contra el trabajo del demiurgo. El artista debe adiestrarse, manejar una técnica, concebir una imagen, plasmarla. Tal vez, por qué no, el atardecer sea el producto de una infinita (y riquísima) complejidad de variables o resultado de la capacidad creadora de una inteligencia suprema. Y eso tiene belleza. Pero, ¿cuál es su mérito?

En su inmortalidad, en su omnipotencia, los actos de los dioses no tienen ningún mérito en comparación a los actos humanos, signados por la muerte, el sufrimiento y la corrupción.
El hombre, a sabiendas de que va a morir, atravesado por el absurdo y el dolor, sin embargo, es capaz de crear un objeto poético, una obra que lo supera en magnitud, potencia y temporalidad.
Tal vez una chispa divina y Dios creó el mundo (en siete días o en un segundo). Tal vez dejó las bases para el desarrollo de indefinidos atardeceres en el tiempo.
Pero Fidias, un arquitecto griego que murió en una cárcel miserable, concibió El Partenón él solo. Miles, miles de esclavos, ejecutaron su diseño y crearon una obra que, a nuestro juicio, supera cualquier otra maravilla de la naturaleza.


sábado, 21 de noviembre de 2009

Lo sublime es bello y lo bello sublime


Blake: Sublime. Pero también bello.


(Para escuchar)
http://www.youtube.com/watch?v=df-eLzao63I

Mozart: Bello. Pero también sublime.

lunes, 16 de noviembre de 2009

CINE Y NAZISMO


PUNTOS DE PARTIDA

Para este artículo partimos de la siguiente premisa: el cine puede proponer una versión o interpretación rica y compleja de un asunto tan rico y complejo como el fenómeno del nazismo.
Y partimos del supuesto de que el lenguaje del cine puede evitar, si se lo propone, la desinformación y sus procedimientos (maniqueísmo, descontextualización, demonización, simplificación).
Mejor dicho: cierto cine puede.
Analizaremos dos películas con originales puntos de vista para narrar y representar el horror.


EL GRAN DICTADOR

“Hay que reírse de Hitler”, decía Chaplin en 1938, a raíz de la ocupación alemana en Austria.
Y así, en 1940, filmó El Gran Dictador: Parodia del nazismo, de los dictadores fascistas y alegato de la libertad, la paz y la democracia.
En esta sátira, Chaplin interpreta a Hynkel y a un tragicómico barbero judío que, en el interior de los guetos, se enreda en peripecias varias con la GESTAPO.
Chaplin logra desplegar sus recursos interpretativos con riqueza.
Con Hynkel - dictador que tiene un plan para dominar el mundo - Chaplin elabora, en clave de comedia, una variedad de registros de alta complejidad y condensación. Lo hace desde dos frentes: la voz y el gesto. Para el primero, emplea diferentes entonaciones en función de la expresividad (y emotividad) autoritaria de los discursos. En el segundo, a través de hipérboles gestuales y ademanes exagerados para develar, caricatura mediante, la caricaturesca retórica corporal del tirano.
En su artesanía actoral nos propone una deconstrucción del discurso fascista.
En tanto, con el barbero judío tenemos al Chaplin clásico. Aborda una composición con bastante de pantomima y cadencia circense (el personaje casi no habla). Comedia física o de enredos, en esta dimensión del argumento nos topamos con una sátira de las persecuciones de los judíos en manos de la GESTAPO y una confusión de los límites entre la farsa y lo trágico.
La puesta en escena precisa, el ritmo dramático, la narrativa económica y la música no como complemento sino como nueva dimensión de la imagen (herencia de su cine anterior, mudo); ese todo nos muestra a un Chaplin en sus cumbres. Un Chaplin que logra, mediante una síntesis de sus recursos cinematográficos, una obra audaz y sumamente crítica del nacionalsocialismo; y, en lo profundo, de los poderes dictatoriales en general.
Recordemos el año de la pieza: 1940.
En aquel entonces no era políticamente correcto cuestionar al nazismo. Y, menos aún, mofarse como Chaplin lo hacía, con tal desparpajo y convicción.
“El Gran Dictador”, como espectadores, como ciudadanos de un mundo en guerra (ayer, hoy), nos interpela allí, en la difusa frontera entre el horror y la comedia.
Nos sorprende un Chaplin humano construyendo su manifiesto contra el poder.
Recordemos la última secuencia:
Carlitos abandona su máscara Hynkel y nos brinda ese inolvidable y visceral discurso a favor de la democracia, la libertad y la paz.
Estemos o no de acuerdo con el contenido ideológico de la película, la línea general de acción - reafirmada por el final - es clara y no padece enfermedades o miserias políticas (más bien, las devela).
La reflexión inspirada alienta: en tiempos de complacencia y resignación - como los nuestros -, la actitud de Chaplin no deja de ser estimulante y admirable.


LA VIDA ES BELLA

En La vida es bella (1997), Benigni nos propone una perspectiva singular y polémica para el nazismo: Un padre y su hijo en un campo de concentración.
Desde su ingreso al sitio del espanto, Guido, un italiano de cuarenta años (Benigni), le oculta a su hijo - Josué - el horror en el que se encuentran sumergidos.
Transforma, así, el escenario trágico en un juego.
El holocausto se convierte, a los ojos del niño - y del espectador -, en una divertida competencia en la cual se deben sumar puntos para ganar un tanque.
Surgen, de entrada, algunas dudas:
¿Cómo logra convencernos la película, así como Guido a Josué, de que la vida, a pesar de todo, resulta bella? ¿Lo logra?
Por lo pronto, la obra está estructurada en dos partes.
En la primera, Guido conoce a Dora, a quien conquistará con encanto y esmero para después formar una familia.
En este primer bloque, el film explora un tono de comedia romántica, con algunos clichés propios del género y secuencias que pretenden conmover e identificarnos con sus personajes. Concepción preparatoria del nudo gordiano de la obra, el “primer acto” de La vida es bella nos presenta un universo humano que invita a mirar (sentir) desde las emociones.
En el segundo bloque, se produce una modulación de dicho tono y nos metemos, gradualmente, en el horror - aunque sin abandonar del todo el humor.
El clima de fascismo ya había sido anunciado en una secuencia paradigmática (pintan el caballo del tío de Guido con un mensaje antisemita).
La comedia da lugar a la tragedia.
En todo momento (y sobre todo en la segunda parte) se hace difícil sustraerse al encanto interpretativo de Begnini. Pero resulta necesario separarse del aura emocional inducida por el montaje y el lenguaje del film, para pensar ciertas cuestiones de fondo relativas a la axiología propuesta por la película. Por ejemplo:
¿El ser padre debe prevalecer al ser judío?
¿Puede la supervivencia individual estar por sobre la colectiva? En tanto, Guido se focaliza en la salvación de su hijo y desatiende lo que sucede a sus compañeros.
Si a la puesta en escena, la interpretación y el guión consignados desde personajes unidimensionales, con escasez de matices y pocas contradicciones internas, le sumamos un final triunfalista y “feliz”; tal vez podamos responder sin dudas a estas cuestiones.
Pero no es tan fácil ni sencillo el asunto.
La película no pretende hacer revisionismo histórico sino conmover, emocionar y contar una historia del holocausto desde un punto de vista diferente. Desde allí, lo logra con contundencia.
Ahora bien, ¿es o no es legítimo este objetivo?: ¿Hay que reírse y emocionarse con el holocausto?
¿La vida es bella?
Que decida el espectador.


EL DICTADOR EN INTERNET

Final de El Gran Dictador. Discurso sobre la libertad y la paz.
http://www.youtube.com/watch?v=3cFTJ9q5ztk&feature=related

Discurso de Hitler a las juventudes alemanas.
http://www.youtube.com/watch?v=3VRv8id8Wjs&feature=related

Escena del Globo terráqueo. Hynkel jugando con el mundo.
http://www.youtube.com/watch?v=3ufGTd1Hpfg&translated=1

sábado, 14 de noviembre de 2009

Un pedazo de oro turbio entre tus manos,
escama en la almendra
y la luz de los relojes
calentándose
tu vientre la caldera y el agua de los meses
corazón
y derrame en la cruz
de los ojos

un gran ojo, cíclope
que mira
desde la forma de una camilla
la reforma de un reflejo
de luna
en las horquillas
¿dónde iremos a parar entre tanta pasión, mientras el perro
de tres cabezas ladra
su responso en la lejanía?

Trozos de ceniza y trozos de culpas y pergaminos
en trozos donde el amor inscribe
su elegía,

¿alguna vez supiste besar la boca del río
sin sentir la desesperación,
sin la ansiedad del ocaso
al galope, al galope de un jinete ebrio?

Río, cuenca, pendiente y me río
porque te tengo
aún si arde la jirafa, fuego y piel,
en la escena de los pezones
y los dientes tiernos,

yo también fui niño encarcelado
en libertad
un ojo sobre genitales y una risa
de ensueño por tu gracia

sábado, 7 de noviembre de 2009

MEDIODÍA DE LLUVIA

Muerde vehemente el pan sin importarle las migas por la costa de sus labios o los restos de mayonesa en la pera o las gotas de sudor lentas y apenas sobre sus cejas.
Sube los vidrios de la ventanilla, más calmo. Más calmo porque acaba de dar el mordisco, calmar el hambre y ahora aísla el sonido del tráfico, los motores, los bocinazos. Y ahora, en el ahora inmediatamente después, tranquilo, abre la coca y da un sorbo largo, lento. Profundo. Efervescencia de las burbujas dentro de su boca. Ciertas migas o algún pedazo de piel de salchicha en las esquinas de su dentadura se empapan del líquido, humedeciéndose. Traga. Traga, mientras el chasquido apagado de los truenos alcanza sus oídos.
La trituración de sus dientes. El frotamiento de sus manos; un sereno frotamiento. Lleva unas servilletas a su boca y se limpia, se limpia, se limpia; se limpia, a veces vehemente y come; calma su impulso, bebe y tranquilo se vuelve a limpiar.
Está por llover.
Y la ironía no tardará en caer de la boca de su hija.
- Llueve porque te dignaste a encontrarte conmigo - mientras, revolverá la taza del cortado (que ella pagará).
El aire de un mediodía de primavera pesada se adhiere a los vidrios del auto y los empaña.
No pensará jamás en el misterio de las cosas, en el secreto de la lluvia, de las nubes, de su propio cuerpo adherido al asiento si no se encontrara con ella, con Maribel, dentro de veinte minutos.
- ¿Cuándo vas a dejar el taxi, papá? - le diría ella y él se distraería por su mirada. Una mirada esponjosa y la gestualidad en cámara lenta: ceja arqueada para expresar resignación, juego de labios para encerrar una duda. Y los ademanes por el aire; la mano derecha acentúa una idea, los dedos, la mano izquierda contra la palma de la derecha y el cruzamiento de ambas manos con los ojos abiertos, marrones, las pupilas expandidas. Signos de inquietud, extrañeza. Él se distraería con la ropa de Maribel, con su saco azul de tela delicada, su cuello perfumado y el tatuaje ínfimo cerca de la nuca y casi siempre tapado por el pelo castaño, grueso y lacio.
Aunque la lluvia parece inminente.
El tatuaje de Maribel siempre lo distrae, piensa. Única marca de su adolescencia tempestuosa en su adultez estable de madre y mujer empleada. Su mujer solía reprocharle la permisividad ante el tema de ese tatuaje.
- Este tatuaje de mierda no lo puedo tapar con nada - le diría, dentro de minutos, Maribel y tomaría su cortado (que ella pagaría).
El café donde se van a encontrar queda dentro de una estación de servicio. Él lo elije porque siempre se toma un descansito ahí. Almuerza, a veces para el taxi a la vuelta y se echa a dormir un rato. Ahora acaba de terminar un pancho y una coca y espera. Le gusta ese café porque tiene olor a café caliente y las paredes y las mesas son blancas y hace calor. El olor a nafta no llega. El olor a smog y a ciudad, tampoco. El café de la estación también tiene la virtud de estar casi siempre vacío. Se pueden apreciar cosas sin importancia: por ejemplo, el motor de una cafetera y el humo, el rumor de la televisión prendida y muda. Y quienes atienden, chicos y chicas jóvenes, se mueven, se deslizan con aplomo. Como si no hubiera tiempo o urgencia y la última importancia estuviera en caminar, acomodar alguna estantería del pequeño quiosco interno, dar cambio a los clientes sin prisa, susurrar un “gracias” o un “hasta luego”.
Otro chasquido de truenos y las primeras gotas en el vidrio delantero.
La lluvia crece.
Él pone el auto en marcha y acciona el parabrisas.
Crece en la consistencia de las gotas gruesas, redondas y pesadas.
Crece en el ritmo de la caída.
Una gota y otra; otra y otra.
El relámpago y su estallido se suspenden en una duración, pero las gotas crecen también en cantidad, se achican, se multiplican. El parabrisas amortigua el golpe.
“Paf”.
El parabrisas, mientras amortigua el golpe, contrae el sonido del impacto y lo hace breve.
- Me gusta manejar el taxi - le diría él y acariciaría las paredes del vaso de agua que tomaría (y pagaría él, su parte). Tomaría una servilleta y limpiaría la transpiración del vaso, como es su costumbre. La consistencia húmeda del vidrio mojado le impulsaba el acto reflejo de secarlo. Maribel miraría el acto y se ruborizaría. Le confesaría que ella heredó esa obsesión por secar lo húmedo (y tal vez Maribel pensaría, pensaría él, en el cuerpo sudado de su futuro marido, el cuerpo atlético, bien dotado de su futuro marido; cuerpo que ella sabría limpiar, pensaría él, o enjabonar en las duchas románticas o secar luego de los arduos partidos de rugby).
Después de todo, algo parecido a ese ritual era la reunión: debería comunicarle a él, con el marco necesario, que, de ahora en adelante, las enjabonadas románticas, las cenas tras los partidos de rugby y las limpiezas serían bajo el contrato del matrimonio.
“Juntémonos a tomar un café, papá. Quiero contarte algo”, días atrás lo sorprendió el mensaje de voz en su celular.
Se casa, pensó apenas cortaba y respondía con un mensaje de texto: “En el bar de la estación de servicio, mañana a la una.”
Y pasó la noche sin dormir. Su mujer le había dicho algo alguna mañana atrás, en medio de un reproche, algo como tu hija se casa y vos ni siquiera conocés al chico. Él no había prestado atención y estaba, en la noche calurosa, tratando de descifrar el enigma de su hija, de su relación impenetrable, de sus decisiones incomprensibles. Los ronquidos de su mujer y la ventana abierta no ayudaban. Tampoco el aleteo lento del ventilador que envolvía de aire ardiente la habitación a oscuras.
En esa noche pensó en fumar.
Y, luego de dar algunas vueltas, se levantó y fue a la cocina. Lo hizo descalzo para refrescar sus pies. El piso de su casa siempre frío. Llegó a la cocina y abrió la heladera, sacó una botellita de cerveza y la destapó. La espuma empezó a rebalsar y bañó el cuerpo de la botella, así como la mano de él que la sostenía. Chupó la espuma. La saboreó; su gusto duro pero ligero, su temperatura helada pero aliviante. De dos sorbos se acabó el contenido y sigiloso se acercó al living, al balconcito donde la noche, caliente y pesada, llegaba con restos de luz de luna.
Salió y miró el cielo; azul, brillante, repleto de estrellas temblorosas y sin nubes. Las constelaciones a la vista. Pensó que era imposible una lluvia por mucho tiempo.
Y ahora la lluvia crece.
- Así que te casás…
- Me gustaría - le diría Maribel, a punto de terminar su cortado - que conozcas a Pedro.
No hay señales de que la lluvia merme. El parabrisas hace su trabajo, dificultoso. Paf. Lidia con mucha agua y él, de repente, descubre la comedia en las calles desde adentro del auto. Las corridas, los paraguas. Los charcos en las esquinas. Algunos tronidos feroces y la gente, chicos, mujeres, ancianos, jóvenes, tapándose como pueden de la tormenta. Un sopor, una sensación dulce de sueño lo empieza a atravesar y la imagen de la vigilia se desvaneces suave, cortándose tal cual esos trozos de carne tierna y cocida se deshacen en la boca ante la más mínima trituración del diente; o tal cual la secuencia de una película, después de un clímax de alto calibre emocional, funde a negro con música de cuerdas y acordes agradables.


Lo despertó un mensaje de texto de su hija.
“Te esperé media hora. Me voy”.
Ya no llovía. Recién empezaba a oscurecer en la ciudad y un policía le golpeaba el vidrio.

sábado, 31 de octubre de 2009

EL PROYECTO


Me fui de mi casa después de una fuerte pelea con Miriam. Ella me gritó. Discutimos por un tema de un ahorro, me insultó y le pegué. Nunca había pasado, pero estaba borracho y le pegué. Sus ojos negros brillaron y soltó unas lágrimas exageradas.
Suplicante.
Yo, casi por inercia, agarré la guita y salí con un portazo. Irónico, le dije que iba a regalar la plata de mierda a un indigente. Mientras llamaba al ascensor, saqué un pucho y lo prendí. Ella se deshacía en reproches y sollozos. Aunque no salió al palier. Si ella me busca, vuelvo, pensé. No lo hizo. Y entonces me fui.
El humo inundó el ascensor. En el espejo mi imagen se vio envuelta de una película blanda. Sentí acentuados los rasgos abatidos de mi cara. Mi expresión de sueño y angustia me daba una sensación de falsedad. Yo me mentía. En algo, me mentía. Lo vi claro.
En la calle, el sábado se notaba.
La luz de los faroles, el olor del asfalto caliente y los pibes. En cada esquina, los pibes y las pibas, sus cervezas, carcajadas.
No lo soporté.
Debía irme lejos, lejos.
Aquella vez fue distinta a las otras. La piña a Miriam marcó una diferencia; nada volvería a ser igual. Antes, un par de gritos, dos puchos y, vuelta manzana mediante, volvía para poner las cosas en su lugar. Pero esa vez descarrilé y ella también. De un acto de violencia así no se vuelve jamás.
Jamás.
Es cruzar un límite y sumergirse directo en el abismo. Y también, una caída increíble. Todo un universo construido día tras día, año tras año, se desploma de repente.
Me tomé un taxi y dije algo tan absurdo, tan telenovelesco:
-Lléveme lejos, por favor.
El tachero miró con picardía.
- ¿Algún problema, hombre?... Está bien, no diga nada: lo entiendo.
Se trataba de un tipo entrado en años. Sobresalían sus omóplatos de la dimensión del asiento.
En el espejo, su mirada se sostenía en unos ojos color café. Vestía con chaqueta oscura y camisa manga larga de buena tela, impecable.
- En este país nos hundimos todos - apuntó entre toses y escupidas por la ventana - ¿Te molesta si fumo?...
Le pedí un cigarrillo. No sé en qué momento tiré el que fumaba cuando salí de casa.
No me hizo caso. Tampoco prendió su pucho.
- La derecha se apodera de la escena. ¿Los viste a esos canallas? Ah, pero mirá que si sos uno de esos pelotudos gorilas que votó al rubio, decime y cierro el orto y te llevo a dónde vas. Eso, perdoname, ¿a dónde vas?
Dobló en un pasaje y me sorprendieron unas fachadas preciosas y techos a varias aguas. Ahí la noche parecía recuperarse, con su azul inaplazable y las estrellas titilantes. Los edificios, las autopistas, los extramuros, las construcciones urbanas en general nos protegen de la intemperie de la naturaleza y nos sumen en una falsa seguridad, en un microclima humano que - en lo personal - detesto incluso más que vivir en el campo; la ciudad.
- Necesito ir lejos. En este momento no puedo pensar mucho, estoy borracho, le pegué a mi mujer y…, no sé, llevame lejos, donde quieras. Si querés ir hasta provincia, te pago ida y vuelta - dije a borbotones.
- Si no tenés un mango, querido, bajate acá.
Sus pupilas jugaban en el espejo. Intuí un atisbo malicioso en sus labios, rectos y serenos.
- Tengo en mi bolsillo los últimos pesos de un ahorro.
Lancé una carcajada. Imaginaba a mis amigos, desesperados, diciéndome: “¿estás loco, Álvaro? La ciudad es un caos, te cagan matando por dos mangos y vos decís a un desconocido que andás con guita. ¿Querés que te choreen, boludo?”
- ¿Querés despilfarrar la guita? Yo sé dónde llevarte. Confiá…
Ese brillito irónico en sus labios se acentuó más.
Sin mirarme, prendió su cigarrillo, mientras mascullaba algo. Pitó corto. Expulsó una bocanada de humo contra el vidrio y, tras un ruidito breve, se abrieron las ventanillas del coche.
Cuando salió del pasaje agarró por una avenida ancha. Edificios altos, altísimos, y pocos por cuadra. Algunas torres. Y, apenas iluminados, casi escondidos, los vigiladores.
Los vigiladores silenciosos.
El tachero aceleraba. Algunos carteles indicaban la cercanía de una autopista. Mientras más avanzábamos, menos autos.
- ¿Así que le pegaste a tu mujer? - rió. Sus pupilas revoloteaban en el espejo. – Sos un reverendo hijo de puta…, no te preocupes, yo también lo soy. A la mía yo la engaño casi todos los días, porque vos no sabés lo que es estar acá arriba, viejo…, ah, no…, sube cada una. Y cada trolo también…
En ese momento pensé en mi incapacidad para las relaciones homosexuales. Lo intenté, incluso. Más joven, algún amigo me acercó a ciertos ambientes, a ciertos ritos.
Nada.
- Sí, viste, yo me dejo tirar la goma a veces. Y no me creo por eso puto, eh. Aunque…, la verdad nunca se sabe. Tampoco me interesa. Pero te decía, yo también soy un hijo de puta…, la engaño, la cuerneo a mi mujer.
Subimos por una autopista, íbamos a ritmo feroz. A izquierda y a derecha, eludíamos intempestivamente otros coches.
Y otra vez el ruidito, otra vez las ventanillas cerrándose.
Sentía el motor del auto igual al de los aviones en la pista de vuelo. Como si después de tomar carrera, acelerar y acelerar, despegáramos. La imagen me dio náuseas. Y las palabras del taxista empezaron a escurrírseme.
- Este lugar al que te voy a llevar queda bien lejos, como pediste. Hay unas minas impresionantes. Queda un poco apartado, pero vale la pena… Y vos, ¿a qué te dedicás?
De golpe me vi hablando con soltura. En verdad, alguien habló por mí y dio una excelente versión de mi vida: profesional de arquitectura, con un ambicioso proyecto de planificación urbana, mujer actriz y hermosa…,
- ¿Y por qué estás así, entonces? - lo dijo y me clavó la vista. Con su cara dibujó mi cara demacrada, mi color pálido, mis rasgos apagados. A través de sus ojos descubrí algo de mí, una imagen más real que la de mi inverosímil presentación.
Pero no podía decirle nada porque yo tampoco sabía. ¿Qué?, ¿le iba a inventar?
No.
No soporto inventar justificaciones para responder preguntas de circunstancia. ¿Que qué significaban mi expresión, mi borrachera, mi violencia, mi huida? No lo sé. Y en parte mi relato fue verdad: Miriam era actriz y una mujer hermosa. Y yo tenía un proyecto (“el proyecto”, le decía con sorna) de planificación urbana que había presentado no sé cuánto tiempo atrás para una beca o financiación y no se sabía nada del asunto. Todo eso era verdad. Pero también le pegué a Miriam y huí.
Pensé en eso y a él le dije cualquier otra cosa de una crisis pasajera.
- Entonces necesitás despejarte…
Entonces, pensé: ¿una crisis más o el momento, definitivo, donde se cae toda una construcción a pedazos y hay que volver a colocar los cimientos?
Bajamos por una calle de doble mano.
Así como desaceleró para cruzar un puente, aceleró de nuevo al retomar la calle. Y la calle, a medida que la atravesábamos, se ensanchaba, se volvía más oscura, menos iluminada.
Y otra vez el ruidito, otra vez las ventanillas abriéndose.
Era una ruta de provincia.
A las costados del camino, enormes parcelas de campo y árboles. Muchos árboles. De golpe, un olor a barro seco, la dureza del cielo, las cortezas casi sin nitidez de las copas.
La sensación de la borrachera, tal cual el auto acelerándose y desacelerándose, crecía y disminuía a ritmo caprichoso. Algo, sin embargo, me sorprendió: el taxista llevaba callado varios minutos, en contraste a su impulso dicharachero del principio.
Más adentrados estábamos en la ruta, pensé, más silencio nos envolvía.
- ¿Dónde vamos? – Tal vez disimulé en un largo pestañeo mi miedo inexplicable.
El taxista se rió.
- No soy el lobo y vos Caperucita, eh - bajó un poco más su ventanilla, sólo su ventanilla, escupió, se limpió los labios y volvió a subir ese poco su ventanilla - como te dije, te voy a llevar a un lugar con unas minas impresionantes.
Tras cruzar una rotonda, dimos con una calle de tierra. Dificultosas, las ruedas del coche parecían los pies de un gigante hundiéndose en el pantano y avanzando.
Seguimos.
Y así, el camino terminaba contra una pared blanca y se abría en dos paralelas mediadas por una plazoleta. Allí había postes de luz. Mayor claridad.
Llegamos a una esquina vacía con un cartel en letras enormes. Un dibujo de una sirena.
Las veredas eran de asfalto, aunque lejos se veían más rutas y, más lejos, el cielo negro.
Por primera vez miré la hora en el celular: 22.32. La foto de mi mujer en el fondo de pantalla: ella riéndose y su cuerpo en la cama, envuelta en sábanas cruzadas y sus muslos y sus piernas al descubierto, su pelo suelto y sin forma, sus rulos gruesos oscuros petrificados en el aire.
- Amigo, cuarenta con cincuenta lo adeudado, je - tiró el pucho y me miró, compasivo - mejor dicho, cuarenta.
Le pagué cincuenta y lo largué.
Quiso decirme algo y cerré la puerta.
Su voz se encerró en paredes de silencio, perdida.
De refilón vi su mirada, su mueca irónica en los labios. Arrancó el coche y se fue a toda velocidad. La distancia marcaba, entre el auto y yo, una falsa curva, una fluctuación invisible en el espacio.
Me aturdió la distancia del ruido del motor: el ruido, penetrante, de brevísimas explosiones, al final, se perdió con la imagen del auto cada vez más pequeña.
La noche, impresionante y vacía.


Una cara gorda, oculta en unos lentes de sol. Una chica despampanante. Fondo, mucho fondo y las luminarias azules. Puesta en escena: escenarios con varios y niveles y humo por todos lados. Mesas. Música machacante. Una barra con chicas semidesnudas y ciertas sonrisas estampadas.
Mi mente comenzó a aclararse. En la entrada, un cerdo de dos metros me palpó y me preguntó si llevaba plata.
- Traigo la última guita de un ahorro - contesté con mi mantra.
A mis anchas, sobre un sillón de cuero, me dejé seducir por dos mujeres y les pagué dos tragos carísimos.
Recuerdo a una dama rubia de labios carnosos, diciéndome al oído:
- Hoy es mi último día. Quiero una orgía con muchos hombres y mujeres. ¿Me la podrías patrocinar?
Hacía varios años que no entraba en uno de esos lugares. Mis amigos seguían haciéndolo y, con la excusa de ir a jugar al fútbol, después tomarse una cerveza, engañaban a sus mujeres y se iban de putas. Se gastaban parte de sus sueldos en eso. A mí me parecía una puesta en escena bastante patética. El sexo con putas aburre. Desde la más cara para abajo, todas cumplen el mismo rito de un modo automático e insultante.
- Hola - una mujer se sentó a mi lado.
Empecé a observar cómo un tipo le pasaba la lengua por el cuello a su partener, en los sillones de enfrente.
¿Puedo?, permiso…
Su cara me era conocida. Sobre todo su piel lechosa, sus pómulos hundidos. Los ojos rasgados. .
- Te aviso que quien no consume una chica se liga una golpiza.
Me miró y entrecerró sus ojos.
- Te veo cara conocida - cambió de tono.
- Yo también.
Entonces el ping pong.
- ¿Te conozco de tal lugar?
- No.
- ¿Del bar equis?
- ¿Cliente de un puterío en Banfield?
- No voy a esos lugares.
No.
- ¿Hiciste la secundaria en el Liceo Uno?
- Sí…
- Vos sos…
- Álvaro. Álvaro Azcurra.
- ¡Soy Julieta! Julieta Lamba.
Pegué un grito que se ahogó en la música.
Julieta había sido mi primer amor. Nos habíamos conocido en la escuela, durante segundo año. Nos habíamos besado en un cumpleaños de quince. Ella era una flaquita atractiva, algo petisa. Usaba remeras y empezaba a desarrollarse, recuerdo. Recuerdo el temblor de sus pezones y la primera vez, nuestra primera vez, a la luz de un velador, sobre una cama estrecha. Era julio, era sábado y era de noche. Estábamos en su casa. Sólo queríamos besarnos y tocarnos. Teníamos miedo de más. Pero le saqué la ropa y la recorrí. Recuerdo: una noche de tormenta. Los relámpagos se desataban y todo nos parecía muy romántico. Sus padres dormían y, poco a poco, empecé a penetrarla. Se movía, eléctrica. Tapé su boca y sus jadeos con la palma de la mano. La cama se corrió de lugar y el velador se partió contra el suelo. En la oscuridad, logré desflorarla. En silencio. Lloró y me llenó de sangre. En silencio. Feliz, emocionado, le acabé adentro, prendí un cigarrillo y dije que nunca iba a dejarla de amar.
El lunes no fue al colegio. La fui a buscar a la casa y no me atendió nadie. Al día siguiente tampoco apareció.
Hice guardia en la puerta de su departamento.
Nada.
Repetí el mismo ritual y, tras una semana de ausencia, no la volví a ver. Hasta aquella noche, impresionante y vacía.


Una cama rodeada por seis espejos. Las imágenes multiplicadas, oscilantes en la penumbra roja, azul; imágenes amenazadoras o un poco monstruosas en su intemperie de vidrio. Una cama y, sobre ella, una mujer. Calor: calor irreal. Yo estaba en una flotación, una embriaguez para nada alcohólica, sobre una cama redonda. Y seis espejos. Seis espejos: la multiplicación de nuestros cuerpos casi desnudos no era fiel. Esos espejos mentían, deformaban los volúmenes, opacaban las texturas. O tal vez el techo, el techo con sus baterías de luz diagonales, tan cerca.
Todo era chico, asfixiante.
- ¿Qué te pasa?
Julieta me masturbaba con la mano derecha y con la izquierda sostenía el preservativo. Intentó ponérmelo varias veces y, ante mi falta de erección, el forro se había alargado y adoptado la forma fálica, aunque sin su contenido.
No podía dejar de pensar en el subsuelo donde estábamos.
Habíamos bajado tres pisos por una escalera caracol, escoltados por un cerdo de dos metros, mudo y expectante.
Y, de pronto, entre cuchicheos, mientras se desvanecía la música, nos topamos con una puerta apenas alumbrada. Entramos y los espejos, la cama, la penumbra rojiza, azulada.
- Te quiero coger sin forro.
- ¿Estás loco?
Mi verga yacía, débil, pálida, en la palma de la mano de Julieta.
Vos, Julieta, ¿cómo llegaste hasta acá? ¿Cómo caíste tan bajo? ¿Cómo caímos tan bajo, Julieta? Vos eras una chica tímida y yo pintaba paisajes de tormentas apocalípticas en óleo. Y ahora, mirate. Con ese portaligas, mientras le sostenés la pija a un borracho, a un imbécil que le pega a su mujer y dilapida sus ahorros en una noche sórdida. Mirate: en el rescate sexual de un farsante, de un hijo de puta. Miranos.
Quise decirle, pero callé.
- No se puede, Álvaro.
- Sería como la primera vez… necesito sentir tu concha caliente. Te pago más. Te pago el doble, dale.
- Estás loco.
Su sonrisa destelló en un espejo vertical. Y, en el espejo que nos duplicaba de frente, su piel lechosa y sus tetas se expandieron en la semioscuridad azul.
Tiró el forro y empezó a chupármela. La cabeza de mi pija babeaba y, con su lengua, jugaba con el escroto y succionaba, furiosa, mis testículos. Cuando lo hacía, me apretaba la verga contra la palma de su mano y me masturbaba. Mi verga, débil y pálida, se empezó a cubrir del camino espumoso que la boca de Julieta dejaba. Entonces sonó mi celular, guardado en el pantalón yacente sobre el piso.
Con la pija muerta en la boca, Julieta me miró expectante. Le ordené que siguiera y siguió, a distintos ritmos, chupándomela. Al rato el olor de Julieta me sacudió, junto al olor a desinfectantes de la habitación: un perfume fuerte, sudoroso, con cierto matiz de frescura, de fragancia a piel intacta y limpia.
- ¿Qué pasa, Álvaro?
A veces lograba una semierección. Trataba de ayudar el impulso tocándole sus tetas, suaves y, como aquella vez, trémulas. O recorriéndola con mi lengua, asimilando su sabor.
Pero no podía. Unas definitivas puntadas en el estómago me acribillaban y subían hasta el tórax. Traté de hablarle, de decirle que no iba a poder, que lo sentía.
Entonces vomité. Vomité coágulos de sangre, de un líquido verde crema. Antes de desmayarme, registré su expresión de asco y terror.


Lo siguiente lo recuerdo bastante bien, aunque de una forma desordenada. Recuperado del desmayo, no quise pagar. Me rodeaban Julieta y el cerdo de dos metros, tirándome agua de un vaso para rehabilitarme. Estaba en un baño. Los azulejos, recuerdo, eran de cerámica. Y el cerdo olía a desodorante de hombre, penetrante, potente.
Cuando dije que no pagaría, Julieta empezó a insultarme.
- Estoy tan arrepentida de haber entregado mi virginidad a un hijo de puta así.
Me miró: ¿realmente había lástima en sus ojos?
- ¿Sabés? A veces sólo basta un gesto para reconciliarse con la vida - me dijo, mientras acariciaba el pecho del cerdo de dos metros -, un gesto, chiquito. Un pobre miserable hace un gesto y puede salvarse. Puede ser tan fácil…, pero vos elegís la mierda, Álvaro, la mierda.
Antes de preguntarle qué quiso decir, el cerdo y tres cerdos más, aparecidos de golpe, comenzaron a patearme y a escupirme con odio. Julieta se perdió o la perdí, otra vez, como hacía tantos años. Su cuerpo se perdía en una marejada de risas, de gritos, de golpes. A medida que los cerdos incrementaban su violencia, disminuía mi dolor. Como si todo se hubiera tratado de una caricia con efecto sedante.
Volví a desmayarme.


¿Era una de esas crisis definitivas?
Algo cambiaba en mí. Y cambiaba para siempre. Escupía sangre, tenía la ropa rota, un ojo morado, las manos llenas de vómito y escupidas. Y pensé, en algún momento durante la golpiza o después:
¿Y para qué?
Como si todo hubiera sido una innecesaria, absurda y delirante farsa montada para hundirme en la sordidez. Un espectáculo para simular algo, una ruptura entre un estado de la vida y otro. Como si hubiera resultado imposible aceptar la lenta expansión y destrucción de las cosas sin exageraciones.
Eso: la expansión y destrucción de todo.
Como si, aun ahora, no pudiera decirme: punto y aparte, hasta acá.
Termina esto que soy y empieza, inexplicable, otro, tal cual de las ruinas se rescatan antiquísimas civilizaciones.
No.
Parece imposible aceptar eso, no sin antes hundirme en una laguna podrida, llevando conmigo a mi mujer y ofreciéndome una farsa patética con prostitutas y patovicas llenos de odio.
¿Cuánto tiempo pasó entre la trompada a mi mujer y la golpiza de los cerdos?
¿Y entre mi primera vez y las frases últimas, inexplicables, de Julieta?
“Un pobre miserable hace un gesto y puede salvarse”, sonaba su voz, ya perdida en el recuerdo.


El sol era radiante. Se agrandaba en la inmensidad de la ruta, inmóvil, esfera crispada de fuego, el sol acribillaba de luz la soledad del camino. No había restos de la noche ni en el cielo ni en los árboles con sus copas y sus hojas calientes y tampoco había nada en el viento quemante de la mañana.
Parecía mediodía, pero no: eran las seis, según marcaba la hora mi celular. Milagrosamente, el aparato se había salvado de la golpiza. No así la plata, de seguro husmeada por la nariz de las putas y los cerdos, colosales en su violencia, sublimes en su victoria.
Estaba casi desnudo en una ruta, lejos, pasado.
Sin ningún lazo con nada, seco de dinero y con mi propia precariedad sin alegoría. Hubiera querido una lluvia, un desatar de truenos en la ruta desolada, una tormenta de antología y frío, mucho frío.
Pero no.
El sol, radiante; la mañana llena de vida, el silencio perfecto para la coreografía alocada de los pensamientos.
Y el recuerdo de la noche irreal, la resaca.
Sonó el celular.
- Álvaro, Álvaro,… por favor, escuchame.
No dije nada.
- Álvaro, te llamé toda la noche,… ¿dónde estás, mi amor?... Escuchame, escuchame: anoche hablé con Benjamín…, me llamó…, hola, Álvaro, ¿escuchás? ¡Hubo un milagro! Recibió un mail… ¡Aprobaron el proyecto, mi amor! ¡Aprobaron el proyecto en la legislatura! Y…, - escuché a Miriam sollozar - nos adelantan cien mil pesos, mi amor. No lo puedo creer…, me muero de angustia, quiero ubicarte, abrazarte… , ¿entendés? Es el comienzo de una nueva vida…
Se calló un segundo.
Siguió:
- Sé que me escuchás, amor. Una nueva vida: pagamos la hipoteca, nos mudamos de acá. Empezás a trabajar en algo estable, te van a reconocer en tu medio…
Comencé a llorar en silencio.
- Mi amor, venite ya.
- Pero - dije casi sin voz - soy un hijo de puta… te pegué, Miriam.
- Ay, mi amor, pero si yo te amo… ¿qué no podemos superar? Venite para casa, mi amor, venite para casa… Vamos a empezar una nueva vida.
- Te amo.
Corté conmovido y estallé en un llanto. De repente: todo cobró un sentido y una belleza insoportables.
Quería correr hacia Miriam, amarla, hacerla mía y empezar de nuevo.
Todo, exacto, todo cobró sentido.


Y, sin embargo, estaba lejos. Y sin dinero.
Y entonces lo vi.
A metros, lo vi a él.
El auto estacionado en la ruta vacía.
Lo vi.
Mi salvador.
“Un pobre miserable hace un gesto y puede salvarse”, me había dicho Julieta.
El taxista. Estaba ahí. Esperaba y me miraba, con un cigarrillo entre sus labios irónicos.
Él me llevaría de regreso. Le pagaría en la puerta de casa. No. Lo invitaría a conocer a mi mujer, le diría: esta mujer es la mujer más increíble del mundo y yo soy un tipo tan feliz. Vos me encontraste en un mal momento, pero seremos amigos y me vas a conocer en plenitud.
Y lo recompensaría.
Le ofrecería un trabajo nuevo en el proyecto.
“Abandoná el taxi de mierda”, le diría, “y venite a laburar conmigo”.
Quizás, ése era su modo, su gesto para salvarse y, a la vez, salvarme a mí.
Me acerqué.
Casi corrí.
Me detuvo con la mirada.
La distancia todavía era considerable.
Arrojó el cigarrillo y, lentamente, se subió al auto.
Arrancó y salió, a toda velocidad.
Las ruedas chirriaron contra el asfalto y el sonido se perdió (como la noche irreal, como la Julieta del pasado y del presente, como mi alegría) en un segundo, desintegrándose en el horizonte de la ruta.
Pero lo peor de todo fue la aparición de un globo.
Un globo violeta, inexplicable, sacudido por el viento, entre la maroma de luz del cielo.
Un globo que se elevaba, se alejaba y se hacía chiquito y se inundaba de rayos cegadores de sol.
Un globo que, con su sola presencia, amenazaba cualquier intento de entender nada.
Nada.
No estoy seguro de qué pasó, sólo puedo asegurar que la ruta estaba vacía.
Y el globo siguió hasta perderse. Y se pinchó.

sábado, 17 de octubre de 2009

EL PROVISOR
(Relato mítico)

Habían transcurrido varias décadas y el cielo ya oscurecía. Era el final de un viaje. Regiones montañosas, pavorosos aires mitológicos, tormentas, aventuras y búsquedas por entre los hombres y caminos.
Llegaba al final de mi viaje. Atrás latitudes y paisajes, territorios inhóspitos e infinitos temores.
Allí estaba, frente a lo inabarcable de las arenas. Cerca se hallaba el mar, poblado de seres que abatían el destino de los náufragos. Y lejos, en mi recuerdo, la voz de unos longevos: “en el sitio fértil y montañoso de frondosas fragancias, cercado por las turbulentas aguas cuna de sirenas y monstruos, se hallan los confines del mundo”, me advirtieron, serenos, “caminante, proteger la belleza de tu alma será el secreto. Y tu deber el saber que en las ruinas del universo no existe salida: las fuerzas te matarán y tu cadáver ha de ser devorado por los animales”.
Los márgenes se ocultaban a mi mirada.
Me detuve ante la salida del sol sobre el horizonte. Sol en ínfima bruma, entre las montañas y neblina.
Había ingresado en un páramo, límite del mundo y del vacío.
Y allí por fin lo encontré.
Su cuerpo prominente, recostado. Su cuerpo guerrero. Su mirada dilatada. Sus brazos a lo ancho y a lo largo de su pereza. Su boca, crispada; sus ojos claros.
Me vio llegar y continuó en su posición, sin acobardarse. Se irguió poco a poco.
“Te esperaba, viajero de las sombras”, dijo acomodándose su enmarañado y sucio pelo.
“Soy el último sabio con quien te encontrarás. Después de mí, ya lo ves, se acaba el camino y sobrevendrá la muerte.”
Su juventud radiante, sus gestos a pura luz, su voz cantarina lo encendían en el mismo cielo al pronunciarse:
“Soy Prometeo, viajero, soy Prometeo, maestro de la humanidad, quien cuyo castigo e injurias soportó valerosamente aquí, al amparo de esta belleza. Y el águila royéndole las entrañas, viajero... La ley del riguroso Zeus es el eco de una trama eterna de destino y castigos.”
“Yo, gestor de la humanidad”, dijo Prometeo, “mártir de la pobre criatura llamada hombre, yo, titán inmortal, Dios audaz que con sigilo robó el fuego y engañó al supremo; yo, viajero, yo hube de pagar uno de los más terribles castigos. ¿Y para qué, dime, viajero, para qué? Los hombres todavía no han aprendido a usar el fuego que les proporcioné; todavía no saben utilizar los secretos de las ciencias, el arte y la agricultura por mí develados. Aún andan ellos - como tú - entre escarpadas rutas, a la búsqueda de los misterios o destruyéndose por una sabiduría imposible. ¡Ruina, ruina, viajero!”
Su expresión, aunque furiosa, era también melancólica.
“Tu castigo”, le dije, “tu castigo, Prometeo, es la voz perpetua del hombre,tu voz desafía el poder de las leyes...”
Su voz se aflautó. Y carraspeó entre risas.
“¿Y sabes qué es lo más doloroso, forastero? La indiferencia de esos Dioses, eco de mi condena, dioses que no osaron desafiar el poder del Padre, el Zeus arbitrario...”
La noche se agolpaba tras el mar.
El resplandor dorado de la arena se apagaba.
“Sabes, Prometeo, el silencio y la soledad son la condición de quienes apuestan por el hombre. Todos los que respiran el poder estarán dispuestos a condenarnos a la indiferencia, al doliente arrojo de incomprensión y bestialidad, a la tortura...”
“¡Dulce viajante! Auguras el destino nefasto de tus elecciones. Pero, veme aquí, absorto en lo vacuo de la eternidad, por siempre liberado y sin embargo por siempre encarcelado.”
“¡Oh, desgracia!"
"¿Quiénes son ellos? ¿Quiénes son, con su mundillo, sus rituales, sus amores y ambiciones? ¿Quiénes son aquellos por los cuales debemos entregar nuestra vida y si no lo hacemos, seremos castigados, mutilados? ¿Quiénes son los Zeus que nos atan a las rocas y mandan buitres a roernos las entrañas? ¿A quienes les regalamos el fuego? ¿Qué son los hombres, viajero? ¿Quiénes son?”
Detrás no había más montañas. El mar se había disipado.
Prometeo quedó en silencio y esperó lo inevitable. El águila comenzó a rondar sobre nuestras cabezas. Tal vez la tortura sólo radicaba en el sonido de su vuelo, en su canto de ceniza y agua herida.
“¡Feroz destino el nuestro!... ahora no sabemos a quién devorará esa maldita ave. Destino trágico, viajero, te llama a morir en la miseria. Mira, mira…, ahí se abalanza sobre nosotros, ave de rapiña, y todo comenzará de nuevo. ¡De nuevo!”
Las fuerzas de las palabras y de las ideas como dagas en el corazón del poder y los poderosos.

viernes, 16 de octubre de 2009

MIHAIL Y LA MÚSICA

Todo pareciera perderse en el subte.
Al principio el vértigo es engañoso: multitudes, mujeres, olores. Choques, voces. Millones de historias y millones de fragmentos de historias. Pero un segundo de atención, una mínima reflexión; y chau. El olvido. Lo que se detuvo instantes en la memoria y se desprendió, rápido. Chau. Olvido. Engaño, decía. Agua, agonía. Lo engañoso: todo invade, todo excita.
Y todo, así como impresiona, se diluye.
Pero una vez lo vi a él.
Con su guitarra, sentadito en un costado, tocando en la entrada de una boca (de algún andén). Sus ojos, azules. Los resquicios de su piel, escamada. Escamas en calva, escamas en pómulos, mejillas escamadas. Y sus uñas, largas. No miraba. Él no miraba. Su mirada: una abstracción, un túnel a pasadizos. Profundidad de falsa perspectiva.
Suéter blanco, pantalón gastado, medias en ojotas: su atuendo. Y las manos. Las manos, blancas, seguramente frías (seguramente hirvientes). También con escamas.
Me acerqué.
“¿Qué toca, maestro?”
“Música rusa”…
Claro, mi exposición falseó algo: lo primero fue eso, la música. Lo primero que me invadió y disipó del fluir de imágenes y sensaciones en mí, la música.
Su música:
Melodías de intervalos sutiles. Saltos tonales, disonancias. Cambios (brutales) de ritmo, de frases. Y fraseos. Y compases quebrados y compases en silencio - el silencio se impone, harto, al ruido de la estación.
O mejor cuento lo arbitrario de asociar libremente sus sonidos con mis recuerdos y fantasmas.
Lo azaroso de asociar las notas con la magia, los acordes con secos, furiosos vientos a contragolpe y galopes arrasando la tierra - y entonces el polvo al ras.
O mejor asocio su música a mí, a un aullido de - aunque caricias, retornos en desiertos; una tarde, oscura, al calor de la siesta. (Alguna ventana abriéndose y el áspero encierro poblado de luz y olores y sabores a flores, pasto húmedo.)
“¿Cuánto cuesta su CD?”
Y por diez pesos me lo llevé.
Y volví a perderme en el vértigo engañoso y no pude evitarlo.
Tren, voces, mujeres, choques. El vértigo del espacio, de las cosas siendo no siendo en el espacio, de las creaciones - engañosas - de la percepción y el espacio. Pero la música, no.
“La música no”, me dijo él, en silencio. “La música, no; la música, amigo, tiempo puro.”
No hay prisión de las impresiones en la música, pensé.
No hay vértigo de lo fugaz en la música - tiempo puro, pensé.
Y ese músico de nombre Mihail, viajero y nómade como tantos otros, artista (como otros no tanto) que ni siquiera recordaba cuándo llegó a Buenos Aires y decidió ofrecer la música de su Rusia en el subte; ese músico – Mihail – con su música lograba anular la entropía, el caos de las cosas, el fluir de las impresiones (tren, mujeres, olores, choques; choques, olores, mujeres, tren), impresiones que son puro vértigo en espacio, agonía, engaño y olvido – lo anula, él lo supera en el tiempo de la música: orden sin espacio, la música: signos sin referencia ni agonía.

miércoles, 14 de octubre de 2009

yerbas culturales

19.20 Hs.

A pesar de la hipotética infinitud del universo, apenas nos atrevemos a nombrar unas pocas palabras en referencia a él. Palabras. Bah, meras combinaciones, frases meras muertas. Y las repetimos en nuestra - monótona - vida.
¿Y no nos atrevemos a vivir cuantas vidas nos sean posibles?
No. Nos preocupamos por cosas fútiles: el trabajo, el dinero, las leyes. Buscamos tranquilidad y seguridad, cuando la realidad pareciera inscribirse en el género de lo fantástico, del relato de aventura lleno de peripecias y cosas increíbles.
Pero no.
Vivimos en el sacrificio por sostener las inmensas, solemnes y perimidas ficciones de la humanidad: tradición, familia y propiedad.
Optamos por el realismo ingenuo, las narraciones lineales, el género del drama burgués.

19.40

Suponemos: el homínido naciente no tendría otra opción que ingresar en el mundo del hombre y quedar atrapado para siempre en él. La infancia es eso: un lento introducirse en garras.
Ya desde pequeñitos nos educarán para que sepamos con la espada, con la pluma y la palabra, defender la cultura en la particularidad de la época y geografía que nos tocan.
¿Suponemos?
No hay elección posible. Ese parece el destino.

19.45

Y lo que nos rodea, la supuesta realidad, en apariencia necesaria y absoluta, resoluta una contingencia histórica vestida con el esmoquin de lo eterno, cuyo juez resulta el amoroso sentido común.
(Sentido común: al menor de los análisis, se descompone como los objetos en los cuadros de Picasso.)
Y más aún: si la antropología tiene razón y el primitivo animal devino hombre en su lucha por la supervivencia y creo así la Cultura como refugio contra la intemperie de naturaleza; hoy en día la lógica de la supervivencia se invierte y estaríamos, con nuestro cuerpo y nuestra vida, sosteniendo la supervivencia de las abstracciones más brutales de la cultura y la humanidad: el Estado, la Nación, la Patria, el Orden.
Y defenderíamos también la supervivencia de un ente estrella, cuya sangre joven no deja de brotar de nuestros cuellos: el Mercado.
Verdades autorreferenciales y demagógicas cuya manipulación semántica y política sirve para sustentar, una y otra vez, este estado de cosas opresivo.

jueves, 8 de octubre de 2009

5. 10 horas.

asociaciones

Ya escribí leí recorrí pensé viajé esfumé y, sin embargo, sería bueno celebrar la poesía, la letra, el signo hueco de algo (poema).
Encontrar cierta musicalidad y dislocación en la sintaxis - quiero decir, romper el sentido quiero decir no ser lameculo de la semántica quiero ¿decir? drogarnos de sintaxis sólo para dislocar aventurarse al viaje a la búsqueda a la no sé qué de las sonoridades del poema, de la palabra.
Me interesa trabajar la materia sonora. Trama de sonoridades de un objeto mudo - poema, recreaste música en el interior del lector. Poema: inscribe partituras cuyos signos se abren a las asociaciones del receptor.
Receptor: última zona de verdad de la poesía, vértice que desteje, al final del recorrido, el despliegue del absoluto - y aparte su consumación y aparte su autoconsciencia y aparte, punto.
Poema-espiral poema-círculo poema-hueco poema-infinito.
¿Dónde ancla el universo sino en las señales que deja en el cuerpo del poema? - el sonido también es cuerpo letra nota silencio otra vez poema.

miércoles, 16 de septiembre de 2009


SARMIENTO

“¡Suenen las guitarras al viento,
me cago en Sarmiento
que me hizo estudiar!...”

Canción infantil, anónima

Llegó a su casa y la encontró vacía. Eran alrededor de las dos de la tarde. El horario habitual luego de su jornada en la escuela.
Su departamento en el barrio de Once crujía de calor.
Un marzo húmedo y desabrido, según noticias.
El almanaque de su cuarto marcaba el martes 2.
Un olor a desodorante de ambiente mezclado con lavandina desbordaba en los marcos de la ventana.
Se prendió un cigarrillo. Tomó un vaso de Coca. Se recostó, cansada. Prendió la radio a medio volumen. Aproximó el cenicero, apoyándolo sobre su abdomen. Pitaba despacio, con trabajo. Apenas tosió un poco.
“Si llamás ahora tenés las entradas para ver a Guasones. Tenés que contestar la siguiente pregunta: ¿Cómo se llama el baterista de la banda?... ¡Fácil!,... dale, llamá. Acordate de dejar tus datos y los últimos tres números del documento.”, comentaba la locutora, mientras desde su cama Marina apagaba el equipo con el control remoto.
A través de la ventana observó un auto descapotable. Estacionó enfrente. Empequeñecido por la distancia, un hombre rubio, con suéter en hombros, esperaba en el asiento reclinado. Tomaba algo en una botellita de vidrio. Se lo apreciaba fornido, musculoso. Piel rozagante, tostada. Anteojos negros. Mueca de asco en sus pálidos labios.
Cruzando diagonalmente, una chica con uniforme escolar se acercaba al vehículo. Ciertos reflejos descubrían una hermosa cara, candorosa y jovial. Marina observaba la escena desde la habitación. La colegiala iba apresurada al encuentro. Tenía piernas flacas que desaparecían en la velocidad, en algunos atisbos de sol. Saltó la puerta y cayó feliz en los brazos del hombre. Ambos rieron. Volvieron a besarse. Ella se acomodó a su lado. Le levantó, como una caricia, los anteojos negros. Se encendió el motor. Se alejó el coche; doblaron al llegar a la esquina. La resonancia se situó durante unos segundos en la vereda deshabitada y alcanzó enmudecida la pieza.
“¡Chicos! ¡Chicos!, llaman y aciertan pero... se olvidan de dejar los tres últimos números del documento... ¡ay, ay!”, escuchó Marina al volver a encender la frecuencia.
“¡Bueno!, vamos a cambiar la consigna, que nos trae mucha mala suerte... A ver,... Seguimos con los bateristas. ¡Uh, este es histórico en el rock nacional!... ¿Cómo se llama, escuchen, cómo se llama... llamaba, el baterista de Los Gatos?... 4-807-9100.”
Marina atendió el teléfono inalámbrico. Apagó la radio.
- ¿Hola?
Le contestó la voz de su novio, Isaac. Le preguntó, nervioso y cómplice, si ya le había contado a sus viejos.
- No, no llegaron – dijo ella. Hundió la colilla del pucho en el cenicero.
Isaac, con tono preocupado, le preguntó cómo estaba. Qué iba a decir, cómo pretendía explicárselos.
- Estoy bien. No sé - colocó el cenicero sobre el piso. El aroma del tabaco envolvía las sábanas y su pelo castaño.
Isaac intentó consolarla: sus padres eran comprensivos, le comentaba. Siempre sabían entenderla y perdonarla.
- Sí, sí.
Aparte..., ¿no sabía ella cómo se llamaba el baterista de Los Gatos?, quiso saber. Daban dos entradas para ver Guasones.
- Oscar Moro.
Isaac se acordó, entonces.
- El que se mató.
Su novio no lo sabía. Tampoco le entendió. Le preguntó si se trató de un accidente.
- No. Se suicidó, me parece.
Iba a llamar, pues nadie acertaba. Aparte, le encantaba la banda y querría ir con ella. Y bueno, que se quedara tranquila, volvía a insistir: sus padres...
- Está bien, Isaac. Nos vemos.
Y le pidió, también: llamame, quisiera saber cómo fue todo.
La alcoba en silencio.
Marina se sintió presa de un ligero sueño, dejándose llevar. Acomodó la almohada a su posición y abrazó un cojín rosado. Con sus mismos pies, se sacó las zapatillas, que permanecieron en la esquina del colchón. Cerró sus ojos. La penumbra se manchaba de briznas pálidas. Ni una persiana había sido bajada. Las cortinas, allá, descorridas. El sol golpeaba de lleno en sus pestañas. Y el intenso calor parecía no afectarle; poco a poco, con lentitud, iba quedándose dormida. Con ligeros movimientos, logró deshacerse del control remoto. Y allí fue cuando oyó la puerta de entrada abriéndose y el molesto ceremonial de las bolsas del súper y las llaves.
Delia va hacia la cocina a dejar los productos. Toma, molida y deshidratada, un vaso de agua, enfriado con cuatro cubitos. Se seca el sudor de la frente. Descuelga su cartera y la apoya sobre una mesa. Mira el cubo de vidrio donde lucen unas preciosas flores: acacias, nardos, azucenas. El perfume incipiente la refresca. Deja en la pileta el vaso, aún con sus cubos resbalando. Se quita las sandalias. Descalza, siente el fresco de las baldosas prendido a sus pies. Cierra sus ojos. Se dispone a acomodar la mercadería. A la heladera: los tomates, la lechuga, las ensaladas primavera, las peras; las gaseosas de tres litros y cuarto; cortes de carne: cuadril, paleta, bola de lomo; aderezos: mayonesa, ketchup, mostaza, salsa golf. A la alacena: galletitas surtidas dulces y saladas, paquetes de fideos y arroz, sal, latas de paté, botellitas de edulcorante, saquitos de té, yerba mate. Olvida las bolsas en la mesada. Escucha un confuso mascullo proveniente de la habitación de Marina. Se extraña. Luego pone a calentar la pava. Sale de la cocina. Olvida también sus sandalias.
Llega al comedor y se sienta en el amplio sillón. Busca el control remoto del DVD y la televisión por entre los almohadones. Desplaza sus piernas acomodándose en la mesa ratona. Prende. Espera. Selecciona: Escena 2. Un inabarcable desierto se reproduce en la pantalla. El plano captura montañas y llanuras. Panea también un lago cristalino donde se transparentan piedras con forma de huevo. Hay impresiones crepusculares. Remotos bisbiseos de aves. Después de concentrar las imágenes repetitivamente sobre estos puntos, la cámara toma un grupo de hombres semidesnudos que baten palmas en torno a un jabalí desangrado. Detrás de ellos, se trasluce un acantilado borroso por el celaje. Ensayan un cántico críptico, percusivo. El jabalí parece muerto. Uno, toma un hacha reluciente y lo corta oblicuamente en su panza y lomo, desangrándolo más. El animal bufa, pero sin fuerza. Un coro recita una melodía apática; precisiones de tambores acompañan. Se interpone el pitido de la pava hirviendo. Delia se levanta quejándose, pone pausa.
Con minucia, Marina se acercó al comedor. Se había cambiado: yoguin gris, ojotas y una remera blanca de mangas cortas. Mientras prendía un cigarrillo con uno de los fósforos del hogar a leña, esperaba a su madre. La encontró.
- Hija, no sabía que estabas - dijo con una tasa humeante entre manos.
Marina esbozó una tímida y resignada sonrisa.
- Sentémonos. Tengo que ver esta película, me la recomendaron en el curso. Es de un director sueco: sin diálogos. Un loco el tipo. Yo vi la primera parte y me aburrí. Pero, bueno... sentate conmigo, quizá te guste.
Su mamá tomó el control remoto. Posó la taza sobre la mesa ratona.
- ¿Y?... ¿Venís o no? – la inquirió, sentándose al borde del sofá.
Marina se incorporó. Fumaba. Estaba nerviosa.
- No tires las cenizas ahí arriba, hija... ¿qué te pasa? - preguntó, con la yema de los dedos en el “play” del control.
- No aprobé el examen de Inglés. Saqué un cuatro.
- Bueno, pero todavía te queda el de Física. Si aprobás… con dos previas pasás, pero pasás de año igual.
- No, mamá, el examen de Física fue ayer; no me presenté... Preferí jugármela con Inglés, que la estuve preparando con Susana. Pero la profesora me tomó comprensión de texto. Y es una hija de puta porque eso estaba en el programa pero nunca se toma en cuarto año. Igual, algo intenté... Me puso un cuatro. Le pedí que me tomara oral, que yo había estudiado. Pero me dijo que si no tenía la parte de comprensión de texto aprobada, no me podía aprobar la materia. Hija de puta: porque en el curso nadie sabía un carajo de eso.
- No lo puedo creer,... Hoy a la mañana, Susana me dijo que estuviera tranquila, que estabas preparadísima. No entiendo.
- Ya te expliqué: me tomó algo que no estudiamos.
- ¿Y por qué no lo estudiaron?
- Porque nunca lo toman. Yo les pregunté a los chicos que rindieron en diciembre y me dijeron que ni en pedo tomaba comprensión de texto. Es más: el año pasado al curso de Julieta tampoco se lo tomó.
- ¿Qué, se la agarró contra vos?
- ¡Obvio!, si estaba yo sola. Y no me dejó rendir oral.
- Hija, habíamos hablado... tenés que estudiar todo. Y más en tu situación que... ¡pará!... Entonces... ¡repetiste!
- Y qué te estoy diciendo.
Su mamá se sumió en un inesperado silencio. El DVD sacó automáticamente la pausa. Volvieron los tambores y las voces. Con cuidado, Marina apagó el televisor. El sonido sin embargo seguía emitiéndose, ahora por los parlantes especiales. Un grito quebrado y prolongado se mezcló con la música y saturó la acústica.
- ¡Apagá esa mierda! - ordenó su madre -,... o sea que,... repetiste. ¡Te llevaste tres putas materias y no aprobaste ninguna!
- A una no me presenté - corrigió Marina.
- ¡Es lo mismo! ¡Estás repitiendo de año, igual!... ¡No lo puedo creer!... ¿Cómo carajo se lo decimos a tu padre?... ¿No se puede hablar en el colegio?, yo qué sé... Les digo que hubo problemas en el verano, que te tomen otra prueba...
- No se puede...
- ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo se lo decimos a tu papá?
Volvieron a silenciar durante más de un minuto. Su mamá ensordecida. Y ella, fumando y rascándose el cachete.
- Yo se lo digo, yo se lo digo, yo repetí – propuso Marina.
- ¡No, vos no sabés tratarlo! Dejame a mí... ¡Y borrate de acá, que ni te vea! Borrate, no sé... andá a lo de Marianela, quedate a dormir allá y mañana vemos. ¡Ni llames, pendeja, ni llames!... dejamelo a mí.
Sin soltar palabra, su hija va a cambiarse.
Delia no lo puede creer. Mira la pantalla negra y esa suerte de orzuelo metálico que siempre se genera al apagarla. Relumbra, en una detonación colorada, lila. Si se presta atención, zozobra en una especie de zumbido. Hasta que - al cabo de unos minutos - desaparece.
Su hija vuelve con una pollera turquesa. Tiene el pelo atado con una colita que le revela la frente pálida. Sin saludar, abre la puerta y se retira. Delia queda callada. Se acuerda del té. Está tibio y amargo. Suena el teléfono. Atiende el contestador.
“Hola, Marina.... bueno, quería contarte que llamé a la radio. Sí, era Moro, el que se había matado.... bueno, no sé, te llamo, o llamame. Un beso.”


Las sábanas se sentían arrugadas, pegajosas. Se reposaba y sentía la espalda ondular en un grácil vaivén, presa de un vértigo de perturbadoras caricias, la sentía flotar insegura entre mantos de invisibles pliegues, a la luz del velador, con aquella iluminación penetrante, desértica. Las cortinas maniobradas por el viento. Unos extraños panaderos ascendían a través de la ventana y caían en su barriga velluda, extenuada, endurecida. Él, los observaba. Su mujer, con sumo cuidado, los tomaba con sus dedos y los soplaba delicadamente, uno por uno. Viajaban por la habitación, dentro de su dimensión ínfima. Se entrecruzaban sin rozarse. Hasta que, en flameos presurosos, volvían a perderse. Algunos partían por la ventana. Otros yacían en el suelo, junto a las medias, bombachas y calzoncillos.
- ¿Y ahora qué va a pasar? – preguntaba Rubén a su esposa, recostada a su lado.
- Hace el año de vuelta – le respondía apesadumbrada Delia.
- Entonces, la muy pelotuda espera un año más para recibirse – apuntaba con sinsabor.
- Es un año, Rubén...
- ¡Un año! No la justifiqués... ¡Repetir de año, lo único que tiene que hacer y lo hace para la mierda! Nos matamos por ella, nos rompemos el culo así y esta boluda repite...
- A la tarde lo hablé con el terapeuta...
- ¡Bueno!
- Dale, escuchá... el tipo me pregunta, bah... qué pienso yo, qué grado de responsabilidad tenemos... nosotros en que ella repita.
- ¡Responsabilidad! Ese forro. Encima que le estás garpando un sueldo te viene a echar la culpa: ¿los esfuerzos que hicimos no valen la pena? Para esos tipos que te dicen cómo vivir sentados en un sofá, de todo tienen la culpa los padres. A ver, ¡qué hay que hacer!
- Me hizo una pregunta, Rubén, no me dijo que teníamos toda la culpa.
Su mujer le acariciaba las mejillas. Llevaba su cabeza calva a su pecho. El perfume a cidra de su camisón lo colmaba de diversas conmociones. El blanco puro de la tela se ceñía de pronto sobre sus ojos húmedos. Luego se matizaba. Visualizaba en su mente una imagen de color y forma indefinidos, con tenaces comisuras, pequeñas grietas y surcos agrisados, trastocados por la luz del velador y los visos de la medianoche. Y, de vuelta, al permitirse levantar la cabeza desde su nuca, se chocaba con la cara de su mujer. Una cara agigantada por la cercanía; con sus rasgos laxos, la culminación irregular de sus ojos, sus pómulos hundidos con detalle craneal.
- Quedate tranquilo, es sólo un año...
- No puedo creerlo, no lo puedo creer... ¿Y ahora dónde está?
- En lo de una amiga.
Levantaba su cuerpo hasta quedar de pie, al costado de la cama. Estiraba cauteloso sus brazos hasta tronar sus huesos y suspirar. El gato persa lo miraba desde las alturas de la televisión. No lo había notado. Parecía una proliferación inagotable de pelos, con fusiones en dorado, crema y negro. Oía en lo remoto su ronroneo. Se acercaba, lo tocaba y aproximaba su mirada a la suya; sus pupilas, como pulgas, se extraviaban en los aledaños de los iris. El pestañeo resultaba melódico. Su hocico, sus delgados y filosos bigotes. El aliento a almendras amargas. “Hermoso gatito”, le decía Rubén, “cómo me gustaría ser como vos, y dormir todo el día, y que todo me chupe un huevo”, acariciándole el lomo.
Volvía a su cama, fundido. Un dolor de cabeza lo atravesaba sin tregua. Estirando su mano, tanteaba un cajón de la mesa de luz, hasta dar con unas pastillas celestes. Se tragaba dos, decidido.
- Bestia, bajala con agua – recomendaba su mujer.
Se anticipaba una noche sin sueño.
- Delia, pasame dos Alplax, y vamos a liquidar de una puta vez esto.
- El médico te dijo que no podés...
- ¡Me importa un carajo el médico!
El gato saltaba desde televisor y se soltaba a correr. El teléfono sonó.
- Puta, lo dejé prendido...
- Y encima a ese volumen.
- Bueno, atiendo.
- Delia, no jodas.
- Atiendo, atiendo.
Al cuarto timbrazo, su mujer atendía.
Hola, hola... quién llama a esta hora...
Su expresión comenzaba a tornarse extraña.
Como preocupada. Y estaba en silencio. Como escuchando. Expectante.
Como temerosa. Perpleja.
Irreconocible.
- ¿Quién era? – preguntó desconcertado. El inalámbrico estallaba contra el piso, desprendiéndose de las manos de su mujer.


Caminó por Rivadavia. Enfrente, los puestos de Primera Junta habían cerrado. El subte clausurado con rejas y candados y un chico de pantalón rotoso, en cuero, dormía en las escaleras. Vio el quiosco de revistas cerrado. Se topó con los diseños inscriptos en aerosol blanco sobre las puertas: dibujos de manos abiertas, cuchillos precariamente representados y una frase: “Macri te mima, mimo, mea mis muelas, muelles míos”. Dobló a su izquierda. La iluminación mermó. Era una cuadra con fiambrerías. En esa esquina, llegó un viento fresco que levantó una mezcla aromática de quesos, asfalto y uvas. Avanzó; se le soltó la colita del pelo. Un trayecto se tornó penumbroso; el mercado protegido devolvía quebradizas luces.
Perdió su sombra en la extensa sombra de oscuridad.
Bordeó una plaza. Prendió un cigarrillo. Tuvo que cubrir el encendedor mientras lo hacía. El viento sopló. Soplaba, luego de un día de urgente calor. El cielo, sin embargo, se mantenía despejado. Se le ocurrió mirarlo, antes de cruzar. Apenas divisaba una mancilla de negrura, limpia y monótona. En lo alto, brillaba una gigantografía publicitaria con una feliz modelo en ropa interior. Algo de su belleza le llamó la atención. Unos ojos marrones, de pez, redondos, en una cara con rasgos orientales.
Estalló el motor de una moto. El semáforo cortó. Se alejaba el roncar del vehículo. Caminó.
Cruzó en diagonal. Ahí estaban las vías. La pátina plateada de los rieles se multiplicaba. Al costado, las escaleras. Las subió sin prisa. Las máquinas estaban prendidas. El logotipo de TBA, debajo del mensaje: máquina fuera de servicio. Las ventanillas, cerradas. Un cartel las excusaba: Vuelvo enseguida. Pasó por un molinete desvencijado.
En el andén vacío el viento sopla peor. Se le vuela la pollera turquesa. Tira el pucho, imposible de fumar.
Se sienta en un banco y espera. La sensación presagiosa de lluvia aumenta. El cielo, sin embargo, se mantiene despejado, limpio y monótono. Cruza las piernas, acción que le permite acomodar la tela sacudida.
Espera.
A paso cansado, se acercan dos hombres de unos cincuenta años. Uno, con aspecto de vagabundo: cabello largo, enmarañado y sucio; viste en harapos, descalzo. El otro, de similar apariencia, aunque con cuantiosa barba renegrida y unos anteojos de marcos azules. Se sientan en el piso, muy cerca. Llevan vino en cartón.
- Estación cabayito... Ecs Sarmien-to. – comenta el vagabundo, como ido.
- ¡En este paí, faltan hombre como Charmiento! – opina, al pasar, el de anteojos, y apura un buen sorbo.
- ¡Estásss, loco, compadrito!... Zarmiento era un hijo de mil... puta! Mandaba matá a los gauchos, el turro... Un Europeo de cuarta. Basta leer el Facundo: odio a lo nuestro, a la tierra, al gauuu... cho!
- Pero levantaba como quinienta escuela... é un herue.
- Herue fue el Chacho Peñaloza. Y el turro lo liquidó cómplice con ese otro hijo de puta llamado Mitre. Todo hijo de... puta: Zarmiento, Mitre y el vendepatria de Rivadavia. Suerte que stá el General en el diome, sino...
El vagabundo se toma la panza y vomita. Vomita un líquido amarillento con mantas de sangre. El vagabundo se retuerce, maldice a Sarmiento y advierte a su compañero: “Vómito de... ss... sangre! Por lo turroz del país vendido, ay!...” El de anteojos, desconcertado, se abalanza sobre el vagabundo. “¡Domingo, Domingo!”, lo sacude entre charcos de vómito y vino, “no mueras... ¡Carajo, no!” Mirando al cielo, rompe en llanto; sus manos humedecidas, sus anteojos caen: “No me dejé... no me dejé... yo, Dominguito... te amo!” El vagabundo escupe, solloza y se contrae, entre los brazos de su compañero. Parece apenas respirar o quizá no respira.
“¡No!”, se desgarra el de anteojos, con su amigo desfalleciendo, “¡Lo mató Charmiento! ¡Ay, ay!”
“Señorita... ayúdenos, ayúdenos”, pide, envuelto en lágrimas. “Mire mi manós, mirelá... ay!”
Sin contestar, ella se levanta.
¡Señorita!
Camina todo el andén hasta la segunda salida. Salta el molinete. Baja las escaleras. Siente el frío de la noche.
Cruza y se detiene antes de llegar a la calle, detrás de la barrera alta. Viene, de lejos, un auto. En sus pies, apenas pasto, envolturas de barras de cereal, boletos abollados, botellas, latas de cerveza. A metros se divisan pálidas irisaciones. Se imagina cuadras inundadas por una lluvia quizá dentro de dos días. Y se adentra por el camino de los rieles. Oye el auto que pasó. El fulgor transido de la avenida se deshace en gradaciones centelleantes.
Los pies entretejidos en un laberinto de baldosas y basura. Al levantar su mirada, busca señales, atestada de olores rancios. Los edificios, tras los alambrados, similares a espectros en lóbrega vaguedad. Y, sin embargo, a ella le agrada el silencio y la atmósfera de lo invisible. Ya no sopla el viento fiero. Su pollera está en paz.
En esas instancias, a los costados hay sólo paredes con dibujos indiscernibles.
La oscuridad, absoluta.
Las dimensiones de las vías se angostan, como en caudales profusos. Los márgenes se ensanchan. Caminó tanto que intuye transitar un espacio abandonado por los trenes. Por sus pies, millares de roedores corren interminablemente. Pisa pequeños charcos. Se imagina acechada por bichos, cangrejos y aves nocturnas. Desecha como puede su miedo infantil a cucarachas gigantes.
La soledad resulta invulnerable, el silencio ubicuo.
La pendiente irregular no logra confundirla. Si bien la superficie es plana, ella se presiente en un equilibrio de peligrosas alturas. Aislada, ahora sí, aislada. Piensa que quizá se equivocó, que fue demasiado lejos, donde no alcanza siquiera el viento, donde el cuerpo pierde temperatura y los pulmones no reciben oxígeno. Se detiene, entonces, fatigada. Se recuesta con trabajo. Le repugnan el hedor, las ratas, la basura.
A pesar de ello, el cálido metal de los rieles le devuelve calor. El contacto no es eléctrico, sino suave.
Ya se ha acostumbrado a los nauseabundos olores.
Reposada allí, se cree abrigada. Puede respirar ahora sin problema. El cielo, aún limpio y monótono. Mira en su reloj la hora, que se enciende gracias a su ínfima luz: 23.58. En la serenidad del enmudecido instante, atemperada por un rincón olvidado e inmóvil, saca otro cigarrillo y lo prende. Tira su encendedor. El humo malva parece desollar la cerrazón. Y luego, descaminarse pronto entre las orlas enturbiadas.
Bien lejos, ve inflamarse un punto celular. A la distancia, un rayo fosforoso, se arrima poco a poco. Ahora un arco de fuego rosa se desgrana en átomos incandescentes. ¿Cuál será la distancia? La dilatada fosforescencia es acompañada por un seco rumor. Las ratas huyen a sus refugios. Ella comienza a distinguir la silueta sombría del tren, aproximándose. Pita profundamente. Nunca antes lo hizo así, con semejante deleite.
La silueta se acerca más.
Abre sus brazos. Cierra sus ojos como si fuera a ser penetrada. La calidez de los rieles la halaga.
La bocina cada vez más desesperada y estentórea es lo único insolente en su improvisado paraíso.

miércoles, 22 de julio de 2009

KORCHNÓI

Korchnói y su familia llegaron a Buenos Aires en el 2004, tras escapar de sus tierras, una mañana donde una profunda nevada hundía la ciudad.
Korchnói prefiere no decir de dónde viene. Sólo comenta: “Vengo de un país en guerra. He visto, en mis calles, personas matándose. Tengo el recuerdo de escuchar, cada noche, gritos y bombardeos. Nombrar mi tierra es nombrar la muerte.”
La única vez que lo vi, exhibía unos cuadros en la calle Florida.
Me sorprendió la variedad estilística y formal de su obra.
Contemplé: pinturas impresionistas de paisajes difuminados, expresionismo, composiciones en arquitectura barroca, dibujo académico, coloración experimental, abstracción.
Pensé: “Es como si tuviera frente a mí, un resumen de la historia de las vanguardias”.
Korchnói tiene una habilidad técnica impecable. Sea en pinceladas atadas, sueltas, en la creación de texturas rugosas o limpias, este artista aplica toda la complejidad formal (línea, color, perspectiva, geometrización, etc.) para procesar las impresiones de los paisajes que el exilio le impone.
Una 9 de julio onírica, fugaces pasos de tango, habitaciones, mujeres desnudas en paisajes imposibles, cielos y suelos embarrados o ensangrentados definen una temática folclórica desde una perspectiva originalísima.
Pero Korchnói vende cuadros en Florida. No le interesa presentarse en muestras. No le interesa vender. Exhibe su pintura para que la disfrutemos. ¿Quiénes? Los simples transeúntes que, entre estatuas vivientes, hombres que saltan en vidrio molido, guitarristas y flautistas malditos, caminamos por Florida.
Alto, rubio, con poncho negro y bufanda violeta, observa desde sus ojos claros cada impresión; sin temer a la fugacidad ni contrariarla, Korchnói parte de la realidad sensorial y, a la vez, desde el inconsciente colectivo de cada tierra que su itinerario le depara en función de - y mediante una sutil elaboración de la forma - plasmar su singularísima mirada.
Singular hasta tal punto, que toca el extremo de su opuesto: lo universal, para hacerlo suyo, como los grandes artistas de todos los tiempos.

martes, 21 de julio de 2009

LA MÚSICA DE LAS ESFERAS

Entonces una tarde recordó las palabras de Claudio, dueño de la pensión donde vivía años atrás: “Guardá un cuchillo debajo de tu almohada, por si se le ocurre al diablo visitarte”.
Claudio: un viejito con mucha chispa. Camisa de manga corta y pantalón de vestir. Mechón rubio cruzándole la frente.
Amaba regodearse con unos valsecitos anónimos que sonaban en su grabador.
Y pasaba las horas con delirantes historias que había escuchado en su pueblo.
“Un pueblito con animales feroces agazapados por ahí. Amas de casa tristes. Ancianos de ciento veinte años perdidos por las calles.”, decía.
Félix recordó también la puerta de la pensión. Sus barrote de metal oxidado. Unos graffitis en rojo y negro. Un puesto de flores a metros.
Mediante el misterio de la asociación, el recuerdo lo llevó al recuerdo de su vida de aquellos días. Fumaba, escribía mucho, salía mucho y dormía poco. Vestía siempre con bermudas chocolates y usaba el pelo corto.
Ahora el presente inmediato era una plaza.
Unos árboles en primavera, la ciudad vespertina y el sol de las cinco.
Félix dormitaba en uno de los banquitos.
Sólo de vez en cuando, pensaba, en su ciudad aparecían animales feroces, amas de casas tristes y ancianos perdidos. Pensaba en lo pasado - nostalgia barata - y ni siquiera tenía aquello que, en su juventud, era su orgullo: la adicción al tabaco.
Entonces se le acercó un tipo muy discreto.
Chiquitito, las mejillas rojas, muy rojas, como destellantes.
El pelo larguísimo y un impermeable y botas.
Se le acercó y lo convidó con un cigarro.
- Perder un vicio es como perder una mujer querida - le dijo con voz cavernosa – Tomá, fumate uno…
El tipo se sentó a su lado.
Félix le descubría una mirada arcaica. Una especie de recóndita iluminación. Algo que nunca se imaginó y tampoco pudo, en un principio, procesar en palabras.
Tras unos segundos, comenzó a ver a través de los ojos del tipo. Se abrían como un volcán a su mirada. No parecían ser…
- Evitemos los procedimientos obvios - le dijo -. Soy el diablo.
Félix ya lo había notado.
- Te agradezco el no salir corriendo como si fuera un ladrón o un violador - le dijo. Su modo de fumar era único: pitadas veloces, inmensas bocanadas de aliento.
Durante aquellos días, la primavera era una fiesta: los árboles en flor, el aire limpio, el cielo despejado. Los amaneceres eran un soplo lento y los atardeceres procesiones de luz y oscuridad sin traumas. Pero ahora las nubes se agolpaban y los relámpagos se sucedían.
- Ese es el hijo de puta de Dios - le dijo Satanás -, basta una de mis apariciones y arrancan los lugares comunes: diluvios, truenos fatales… Bueno, carajo, podrías decir algo vos.
- Hacía mucho que no fumaba.
- Ya veo… Dios le da pan a quien no tiene dientes - dijo Satanás.
Empezó a llover. Formaciones inconsistentes de gotas. Sonidos de agua como lenguas muertas en el pasto.
De repente, no había nadie alrededor de Félix y Satanás.
- ¿Estoy vivo? - dijo Félix.
Fumaba y en su mente se presentaba la imagen de un paisaje de ensueño: se veía (en el vértigo de los segundos, mientras hablaba y sentía la lluvia en su frente) llegando a esa tierra y desengañándose al descubrir sus imperfecciones; con la dolorosa sensación de que esas montañas no eran tan impresionantes, los olores no eran como los de su verano imaginario llenos de vientos tórridos y mujeres desnudas; y ese cielo, coronado por una luna similar a cualquier otra, no era el cielo que la fantasía flameaba.
Fumar, después de todo, no era el atajo hacia su juventud perdida, sino una sensación de fluidos blandos y asociaciones tristes.
- ¿Si “estás vivo”?... - dijo Satanás -. Mirá, no importa. Yo sólo quiero hablar con alguien.
- ¿No se supone que yo debería buscarte para hablar?... no sé, querer venderte mi alma y…
- El alma no existe - dijo Satanás -, ya es hora de que hablemos con propiedad. No existe nada, nada: sólo fantasmas sin memoria, objetos sin nombre y… Che, no puedo parar de fumar. ¿Querés otro?
- Yo no. Me estoy mojando bastante.
Caminaron hacia un árbol para protegerse.
A esas instancias, la lluvia era potente y quebraba las hojas de las copas.
- No existe nada. Tampoco te podría decir la pavada de que “todo es una ilusión”… ¿sabés? Estoy harto de los lugares comunes - hizo una pausa -. Mis apariciones son frente a hombres como vos, vaciados por dentro y sin ninguna esperanza. Es sabio no tener esperanzas.
- Sólo quisiera preguntarte algo… - La pausa de Félix fue prolongada -. ¿Por qué?
Satanás echó su carcajada clásica.
- Me aburriste, viejo.
Una aureola rojiza se formó en el aire y el diablo desapareció.
Dejó el humo de su cigarrillo y otro humo, más sólido, perdiéndose en el tronco del árbol.
Félix permaneció unos minutos cubriéndose de la lluvia que, poco a poco, se detuvo.
Pero, cuando todo fue calma y el sol volvió como si nada y el frío misterioso se perdió en el viento caliente de la primavera, Félix salió de la plaza, paró un taxi e indicó las calles de la vieja pensión - tan sólo para probar el sabor del tiempo en sus ojos, así como sintió, minutos atrás, el cigarrillo en la evocación de un paisaje de ensueño repentinamente encontrado y de golpe envuelto en el desengaño de sus montañas y desiertos pobres en comparación a las montañas mágicas, a los desiertos llenos de mujeres que la fantasía podría haber tejido en él durante años -; el taxi se metió por unas calles inundadas y Félix, con lentitud, empezó a descubrir en las veredas amas de casas tristes y ancianos de cien años; las calles tenían un color reconocible y algunos edificios permanecieron intactos a pesar del tiempo - y otros, en cambio, perdían en su fachada las formas del pasado y cobraban un aspecto monstruoso.
Se bajó en aquella esquina.
Se escuchaban el un vals anónimo y el rugido de animales feroces, lejos.
Ahí estaba, idéntica, la vieja pensión. Con las puertas y su barrote de metal oxidado. Los graffitis en rojo y negro. El puesto de flores a metros.
El miedo, sin embargo, lo hizo cruzar enfrente.
Lo inevitable ocurrió:
Se vio salir junto a Claudio.
Él mismo, con el mismo aspecto de aquella juventud: las bermudas, el pelo corto, el cigarrillo entre labios.
Claudio con el mismo aspecto: la camisa de manga corta, el pantalón de vestir, el mechón rubio atravesándole la frente.
Quiso cruzar y pararlos. Pararlos y preguntarles “¿por qué?”.
Entonces recordó la risa del diablo y se detuvo.
Los siguió un par de cuadras con disimulo.
Pero lo detuvo también el saber de qué hablaban, hacia dónde irían. Lo detuvo saber por qué él mismo fumaba ese cigarrillo y dejaría, en el futuro, de fumar.
Y si no terminaba de desentrañar el asunto, lo detuvo el saber que aún la eternidad le depararía la misma escena eternidad de veces - no sólo la charla con Claudio, no, sino también el asistir desde el futuro a esa charla y también su pasado y el encuentro con el diablo, el sol, la lluvia repentina, las hojas de los árboles en el agua y otra vez el sol, el cigarrillo y el protagonismo de este relato infinidad de veces repetido y leído.

viernes, 10 de julio de 2009

EL LIBRO MÁGICO

Sucede, en un principio, en una estación de tren.
Él tiene la sensación de que los pasajeros se marcharon hace instantes.
Palpa en el aire sus murmullos, sus conversaciones, sus dudas. Pero no hay nadie.
Apenas la luz nocturna hermosa. El cielo recortado de unas cúpulas y lleno de estrellas calientes.
Él se sienta en uno de los bancos. No hay extraños para pedirles cigarrillos. Sólo hay salidas por todos lados. Puertas que dan a jardines. Molinetes que separan vías de tierras quemadas. Espejos tras los cuales se erigen baños en formas de laberinto. Mapas de ciudades imaginarias y tanto más.
Félix lo intuye. Y siente a su lado sentarse un hombre. Un hombre con una bolsa.
- Ya sabés mi nombre y, sin embargo, ¿qué? - le dice.
Por momentos, su cara se troca por la imagen de un dragón.
- Traigo un libro mágico. Lo escondí en las bolsas para no despertar sospechas.
- “Libro mágico”... ¿se trata de un género?
- Se nota que sos escritor – le dice el hombre de la bolsa.
Félix quiere un cigarrillo. Se le nota. Mira al hombre y el hombre no lo entiende. Tiene barba ajada y manos chiquitas. Viste en harapos.
Y el cielo tiene un color azul demasiado cruel.
- Cuando leés los versos de este libro en voz alta, la imagen, la metáfora, la descripción o lo que sea... todo se materializa – dice el hombre.
- Entonces es un libro de poesía - dice él.
El hombre lo mira con desprecio y lástima.
Busca entre las páginas. Lee para sus adentros, ávido.
- “Venecia completamente hundida.” – dice, en voz alta.
Ahora se encuentran en una ciudad de agua. Flotan y ven hundirse, en cámara lenta, los edificios. Gritos de horror y pánico.
- ¿Sigo? – pregunta el hombre de la bolsa, aferrado a su bolsa para no sumergirse. Recita, sereno: - “Pasa un zapato de charol negro, enorme, de taco altísimo. Féretros envueltos en terciopelo rojo se mecen en el agua, como góndolas”.
El zapato de charol negro cae del cielo y flota. El hombre de la bolsa ofrece su bolsa y se aferra al taco altísimo. En tanto, Félix se aferra a los féretros y siente mecerse, abandonarse como si el agua fuera una caricia.
- “El cementerio es esta isla amurallada”.
Ahora pisan la hierba de un jardín. Hay lápidas y es de tarde.
Félix piensa: “El libro mágico confunde una afirmación disfrazada de comparación con una afirmación a secas o sentencia”.
- Dejate de estupideces - le grita el hombre de la bolsa y prosigue: -.“No hay nadie más que yo, hileras de camisas con corbata (siempre en tono gris), manos que salen de la tierra. Si uno levanta una de esas manos, aparece una mujer en vestido de otra época…” – en ese instante, el hombre desaparece entre las lápidas. Y con el hombre, desaparece su bolsa y su libro mágico.
Las camisas con corbata están en una hilera sobre el aire.
Hay manos saliendo de la hierba.
Una mujer sin cara desde el horizonte.
Pero todo queda petrificado.
El viento se detuvo. Los pensamientos de Félix se quedaron en un punto. Las manos de la tierra están congeladas.
El propio mecanismo del libro encierra todo en una eterna inmovilidad.