lunes, 8 de marzo de 2010

CHINCHÓN Y ETERNIDAD

Partida de chinchón. La cosa se pone entretenida y los jugadores deciden modificar una regla: el que llega a cien, en lugar de perder, se reintegra con el siguiente puntaje más bajo.
X cae en el pozo de los cien puntos, pero gracias al cambio propuesto se reintegra con el puntaje de y.
Pregunta: ¿Cuánto durará esta partida, a partir de la nueva legislación?
Hasta lo infinito, eternamente.
La eternidad es un partido de chinchón en el que nadie alcanza los cien puntos. La gracia del juego es ser mortal: sólo una raza de inmortales jugaría con esta regla absurda. Para jugar al chinchón (o a la vida) hay que morir. A los inmortales no debería interesarles ningún juego.
Odiseo rechazó la inmortalidad ofrecida por la diosa Cirse convencido de que era preferible morir en su patria, con sus seres queridos, antes que la vacía inmortalidad que una diosa enamorada pueda ofrecer.
Si, tarde o temprano, nos queda la muerte por delante, mejor intentemos ganar la partida: busquemos el conocimiento, el amor, el azar.
Ahora, si algunos nos proponen reintegrarnos en la infinita partida de un chinchón sin sentido, no nos engañemos: su eternidad es una nada peor que la muerte.
Sin la muerte por delante cualquier acto es absurdo.
LA PERSISTENCIA DEL AIRE

Piensa en su buena vida. En ese aire de los últimos días con muchas horas de sueño y ánimo calmo. El vaivén del colectivo, suave, empuja sus pensamientos y los hace saltar de uno a otro: del nuevo trabajo al atardecer desde los acantilados, del agua lluviosa de marzo hasta su cara en el espejo. Y ahí, en esa isla de pensamientos, el movimiento del colectivo se detiene y petrifica su interior. Justo en la imagen de su nariz. Sus ojos, sus labios. Su cara. Una frenada, de golpe, y los pasajeros contra los asientos. Y, a través del vidrio del coche, vestigios de una mañana soleada: las huellas de luz sobre el asfalto y el reflejo brillante, diseminado en partículas al infinito, del sol en los charcos.
Piensa: buena vida, después de todo.
Baja y camina por la rotonda de Plaza Italia. No hay casi signos del temporal de la semana anterior. Es más, piensa, luego de pasadas por agua, las hojas y las calles relumbran. Retumban. Él encuentra extrañas sus reflexiones: jamás tomó nota de cómo la lluvia altera un árbol. Nunca se interesó por la temperatura del asfalto o la consistencia de una rama.
- ¡Pablo! - le grita al oído una mujer.
Enérgica, la mano cachetea su hombro. Cuando descubre a quien le grita, primero ve unos ojos color caramelo; la boca, pálida, al borde de la pera, después; después el pelo corto, delicado, a la altura de los hombros al desnudo.
- ¿Qué hacés acá?
Querría decirle no, no me llamo Pablo. Pero no puede. Una familiaridad fogosa conduce a la mujer en sus actos y palabras.
- Me dijiste que ibas a estar en lo de Ernesto. Me mentiste…
El semáforo de la esquina abre y la avalancha de colectivos. Un complejo de ruidos obtura la voz de la mujer. Y, cuando él intenta aclarar la situación, una masa homogénea de bocinazos hiere en decibeles intolerables.
Ella lo toma de los brazos y se lo lleva. Casi a empujones, a gritos que se pierden en la aglomeración de hombres, mujeres y estruendos, ella y él se sumergen en la boca del subte, entre roces y choques.


Ahora ella se acerca. La noche se me cayó encima y no tengo otra metáfora. Ella baja la persiana y prende el velador. Se desviste en una congoja sombría, se pone una remera blanca y abajo nada. Su cuerpo huele a perfume de limón y la casa a sahumerio de naranja. Está furiosa.
Me gritó toda la tarde y lloró. Tuve que servirle, recién, un vaso de soda de un sifón desconocido, guardado en una heladera desconocida.
En algún momento debería decirle.
Pero no.
Incluso antes de la cena nos visitó un hombre, enjuto y taciturno, que me llamó Pablo y llamó Ámbar a esta mujer que se recuesta, ahora, a mi lado y huele a limón y llora. Ámbar.


Él sirve café. Encuentra una cafetera humeante dentro del microondas. Está perplejo. Un hombre silencioso lo mira y examina. A él le sorprende verse en tantas fotografías que delatan una vida que no lleva. Él y esa mujer besándose. Él en las calles de Quito. Él y una amplia sonrisa en su cara. Él disfrazado de vagabundo en un callejón desconocido.
Las cosas son claras: no se volvió loco. Puede recordar, describir su verdadera casa, hablar de sus hijos, sus ex mujeres, sus compañeros del secundario. Incluso, piensa al acercarse a ese hombre ignoto con la taza de café, puede recordar el pasado inmediato: venía pensando en su buena vida, arriba del 67 y se bajó. Luego caminó y se cruzó con esa mujer, etc. ¿Para qué seguir?
- Te fuiste al carajo, Pablo – dice el hombre con expresión grave. Él le acerca una azucarera y el hombre, sin dejar de mirarlo, se sirve azúcar. Lo hace a cucharadas lentas, con la cuchara golpeándose contra los bordes de la taza, el contenido dispersándose en el líquido.
Ella, llamada por el hombre Ámbar, sale del baño entre pañuelos y sollozos. Se sienta en la mesa y pide té.
- Yo sé que me llamaron para ayudar – dice el hombre – pero éste es un tema que deben resolver ustedes.
Ella, Ámbar, rompe en llanto y esconde la cabeza entre sus brazos, apoyándola contra la mesa.
Él busca una taza vacía y una caja de té. Prende la hornalla. Llena la pava. La pone a calentar. Piensa: tal vez no sea tan fácil aclarar las cosas, tal vez sí se volvió loco y es todo una alucinación, una pesadilla. Piensa. Decide entonces esperar.
Esperar.
Ya despertará: la sensación de realidad no garantiza ninguna realidad.
Al final, en casi ningún sueño nos damos cuenta que soñamos.


Sólo después de haber hecho el amor con ella pude dormir. Sólo después de verla llorar, de sentirla fumar en la penumbra. Sólo después de escucharla insultarme, vehemente. Sólo después de contemplarla, una y otra vez, dormirse, despertarse a los gritos, con llanto y transpiración de pesadillas. Sólo después de que repita: “¿cómo pudiste, Pablo?”. Sólo después de abrazarla, besarla, pedirle que se calmara. Mientras la luz del amanecer, tortuosa, entraba herida y acribillada a través de las hendijas. Iluminada en texturas lilas, nace a mi alrededor una habitación desconocida con sus dos plazas y un cuadro extraño en la pared.
Un cuadro.
Mientras la oscuridad cedía, la pintura comenzó a resplandecer en su misterio: una mancha roja, una explosión cromática en el bastidor. Con sus fragmentos dispersos a izquierda y derecha aparecían líneas horizontales y oblicuas que apresaban, en planos yuxtapuestos, distintas figuras similares a restos de cabezas y animales.
Sólo después de observar ese cuadro me dormí.
Dormí a la espera de despertar de la pesadilla.


No despierta.
Sigue en esa habitación y ahora de día.
A su lado, ella no está. Las sábanas, desordenadas, dejan huellas y aún, casi esfumado, el olor de su piel. El recuerdo lo estremece: hizo el amor con ella.
Se pone un pantalón, presuroso, una remera y unas sandalias que nunca vio y sin embargo le quedan perfectas. Aparece tímida una certeza: no se trata de un sueño. Calma, entonces. No está loco, piensa. Va al baño y, en el espejo, la misma cara con la nariz respingada con los ojos negros con la cabeza pelada con los labios gruesos. Despacio, se cepilla los dientes.
Sobre la mesa del comedor encuentra una hoja de papel escrita. La letra en cursiva, la caligrafía desorbitada. En los bordes del papel una firma que se repite en diferentes tamaños y volúmenes. ¿Será la firma de Ámbar? Se concentra en el mensaje escrito. Subrayado y en imprenta, un título: El otro cielo.
Abajo, un epígrafe: “ces deux ne t´appartiennet pas… oú les as-tu pris?” A partir del tercer renglón, sin sangría ni mayúscula, un texto: “Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a la otra”.
Después la letra no se entiende. Tachones, dibujos, signos.
Apresurado, sale.
Un barrio, negocios, avenida ancha: gente, manadas, direcciones opuestas, choques. Persistencia de humedad y frecuencias sonoras retorcidas, complicadas: bocinas con motores, frenadas de coche y respiraciones, ambulancias y viento y la organización que el azar hace de la experiencia y el olvido de los transeúntes hundiéndolo todo en la nada, en el magma de los segundos y del aire, entre Córdoba y Callao.
Él entra al subte.

Sucedió lo obvio. En mi casa, mi hijo hablaba por teléfono y, al verme, cortó la comunicación. “Ahí está, ahí está, después te llamo”. Me preguntó dónde estaba, si me había vuelto loco o qué.
Entonces recapitulé: en la noche del suceso le prometí una cena con su novia.
Me hizo algunos reproches y después nada. Cuando atardecía, inexplicablemente, dijo que se iba y que estaba por llegar la abuela.
Y entonces acá está. Mi mamá. En su silla de ruedas. La convido con jugo de manzana. Le gusta, lo sé. Ella no habla. Grave, mira cada rincón del comedor y, cada vez, parece redescubrir una silla retapizada, la mesa de madera y el sillón negro. Mi mamá está enferma y eso se nota en su expresión: hay abatimiento en sus ojos, extravío.
- ¿Dónde está Mirtha? - pregunta mientras el vaso de jugo tiembla en su mano.
Mi madre confunde tiempos y espacios.
Pero, por primera vez, su estado y su imagen envuelta en un cono de sombra - su imagen llena de temblores, su encogimiento, su piel en el deterioro -, su imagen me da miedo. Tengo la sensación de estar frente a un espejo, no de mi futuro, sino de mi presente.

En los últimos tiempos, su vida transcurrió sin mayores inconvenientes.

De lo sucedido aquel día sólo quedan algunos vestigios y la sensación, cada vez más certera, de que todo fue una pesadilla. Cuando enterramos a mi mamá - tras una larga agonía - se desprendieron de mí las imágenes de aquella casa, las fotos, Ámbar.
Pero quedó la sensación, un olor en la persistencia del aire.

Sólo en muy pocas ocasiones lo recuerda.
“Me ocurría a veces que todo se dejaba andar,…”
Y, a cada mañana, el temor de despertar allá, del otro lado.