SEÑORA NADA
La oscuridad era ceniza. Los cabellos y las uñas, de lluvia. Empapados los pies, los dedos. Los labios con arena. Y los pulmones, hartos de silencio. (Respiración, bullicio, hormigas en el diafragma). Y las criaturas de madera, de tapiz verde.
Sombra: su habitación a luz contra los bordes de la ventana. Mucho humo y el tic tac.
El tic, el tac.
Y, sobre todo, ella desnuda. También: fotografías sin revelar. También: álbumes, cajitas con muñecos y boletos sin nombre. Y, sobre todo, ella. El recuerdo de su pelo y su cuerpo. El tic. Mejor dicho: no era de noche (¿mejor dicho?).
El tac.
Porque los párpados le pesaban (¿por qué?).
Había prendido el velador (pero, ¿y la luz?). Leía una página: Si el hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí y si, al despertar, encontrara una flor en su mano... entonces, ¿qué?
Inmediatamente pensó en la noche anterior. Ella y él se habían besado.
Y ella se lo dijo: “Ésta es la última vez”. El tic.
Pero él lo sabía (también intuía humo dentro del álbum). Mientras, imágenes (papeles abollados, pergaminos, agua sobre palmas y la sospecha, sí, la sospecha).
El ta… Una voz que no era suya: “ya sé, ya sé; nadie pierde lo que nunca tuvo.”
Y un temblor, un golpe de viento sobre la ventana. “Ya sé”. El tac.
Las hojas del otoño (siempre el amarillo en la ciudad) y un bosque.
“Lugares comunes, nada más”. Las piernas, el pecho estrujado. “Y, sin embargo, no puedo...” Y se tumbaba. Cigarrillos sobre la cama. (Señora nada, ¿ha visto cuán miserable es la cara de una mujer, señora, ha visto?)
Se durmió. Soñó con el paraíso y despertó, solo.
“Ya sé, se fue para siempre”. Ella no estaba (“sé”). Sus rastros (tic) imprecisos: la colilla del pucho humedecido, una bufanda (“fue”), absurdo presente. Un garabato en las fundas.
No más (no, tac: “para siempre”).
Cuando despertó, tenía una flor entre sus dedos (y ceniza entre los ojos). La página repetía, callada: Si el hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara una flor en su mano... entonces, ¿qué?
Se levantó. Pasó su mano por la cara.
El espejo, con polvo de años. Comenzaba - lo sabía – la tristeza de las hojas, los bares como cráteres, la obvia lluvia de ocasión.
Y así fue como él abandonó la flor en la almohada.
Se repitió, para inmediatamente después olvidarlo: abandono la flor en la almohada.
Y, sin embargo, jamás recordó dónde la había dejado (le costó mucho recordar esa flor).
Años más tarde, obligado a escribirse, leyó:
Los años saben negociar con el paraíso y con el infierno.
La oscuridad no fue, entonces, ceniza.