martes, 20 de julio de 2010

SEÑORA NADA

La oscuridad era ceniza. Los cabellos y las uñas, de lluvia. Empapados los pies, los dedos. Los labios con arena. Y los pulmones, hartos de silencio. (Respiración, bullicio, hormigas en el diafragma). Y las criaturas de madera, de tapiz verde.

Sombra: su habitación a luz contra los bordes de la ventana. Mucho humo y el tic tac.

El tic, el tac.

Y, sobre todo, ella desnuda. También: fotografías sin revelar. También: álbumes, cajitas con muñecos y boletos sin nombre. Y, sobre todo, ella. El recuerdo de su pelo y su cuerpo. El tic. Mejor dicho: no era de noche (¿mejor dicho?).

El tac.

Porque los párpados le pesaban (¿por qué?).

Había prendido el velador (pero, ¿y la luz?). Leía una página: Si el hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí y si, al despertar, encontrara una flor en su mano... entonces, ¿qué?

Inmediatamente pensó en la noche anterior. Ella y él se habían besado.

Y ella se lo dijo: “Ésta es la última vez”. El tic.

Pero él lo sabía (también intuía humo dentro del álbum). Mientras, imágenes (papeles abollados, pergaminos, agua sobre palmas y la sospecha, sí, la sospecha).

El ta… Una voz que no era suya: “ya sé, ya sé; nadie pierde lo que nunca tuvo.”

Y un temblor, un golpe de viento sobre la ventana. “Ya sé”. El tac.

Las hojas del otoño (siempre el amarillo en la ciudad) y un bosque.

“Lugares comunes, nada más”. Las piernas, el pecho estrujado. “Y, sin embargo, no puedo...” Y se tumbaba. Cigarrillos sobre la cama. (Señora nada, ¿ha visto cuán miserable es la cara de una mujer, señora, ha visto?)

Se durmió. Soñó con el paraíso y despertó, solo.

“Ya sé, se fue para siempre”. Ella no estaba (“sé”). Sus rastros (tic) imprecisos: la colilla del pucho humedecido, una bufanda (“fue”), absurdo presente. Un garabato en las fundas.

No más (no, tac: “para siempre”).

Cuando despertó, tenía una flor entre sus dedos (y ceniza entre los ojos). La página repetía, callada: Si el hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara una flor en su mano... entonces, ¿qué?

Se levantó. Pasó su mano por la cara.

El espejo, con polvo de años. Comenzaba - lo sabía – la tristeza de las hojas, los bares como cráteres, la obvia lluvia de ocasión.

Y así fue como él abandonó la flor en la almohada.

Se repitió, para inmediatamente después olvidarlo: abandono la flor en la almohada.

Y, sin embargo, jamás recordó dónde la había dejado (le costó mucho recordar esa flor).

Años más tarde, obligado a escribirse, leyó:

Los años saben negociar con el paraíso y con el infierno.

La oscuridad no fue, entonces, ceniza.