jueves, 27 de septiembre de 2012

ELOGIO DEL VINO


             A pesar de la distancia impuesta por los siglos o las geografías, siempre hubo destinos similares. Claro, los hombres se parecen. Pero hay vidas que, en el azar del tiempo, encontraron motivaciones próximas, sufrieron los mismos pesares o se estimularon ante idénticos perfumes. En este sentido, un análisis sociológico de las diversas épocas podría constatarlo y levantar una lista de hombres o mujeres de simétrica existencia.
            A esa lista imaginaria yo quisiera agregar dos nombres. Nombres de grandes poetas signados por la soledad, el aislamiento, el ansia del saber, el alcohol y una fama póstuma: Omar Khayyám y Fernando Pessoa. A su vez, quisiera mencionar puntuales aspectos que hermanan sus poéticas: el elogio del vino y la lucidez ante las supersticiones religiosas y filosóficas (quizá pueda filtrarse un tercer hombre en todo esto, un filósofo loco).
            Empeceos por asuntos biográficos. Khayyám nació en Nishapur, Persia, alrededor del año 1040 DC, donde murió octogenario. Allí y en la ciudad de Balj, recibió instrucción en los temas de las ciencias y filosofía. En 10710, se trasladó a Samarcanda, donde el patrocinio del jurista Abú Taher le permitió completar su "Tesis sobre demostraciones de Álgebra y Comparación". Con ella logró gran reconocimiento y prestigio. Omar Khayyám, también, realizó importantes investigaciones en astronomía, practicó la medicina, escribió sobre alquimia y metafísica. Modificó tablas astronómicas y formó parte de una comisión encargada de reformar el calendario musulmán. Desde entonces se adoptó una nueva era, conocida como jalaliana o el Seliuk. En 1092 realizó su peregrinación a La Meca, según la costumbre musulmana y a su regreso a Nishapur trabajó como historiador y maestro en matemáticas, astronomía, medicina y filosofía entre otras disciplinas.
Así lo describe el escritor brasilero Christovam de Camargo:
“Era un torturado, ese elegíaco Omar Khayyám: torturado por el ansia de saber, siempre en la búsqueda del porqué de las cosas. Y como la ciencia no lograse apaciguar su espíritu, no le proporcionase el reposo que sólo encontraría en la verdad, y ésta era fugitiva e inasequible, abandonó estudios y meditaciones, esas laboriosas pesquisas cuyos resultados estaban lejos de satisfacerle. Desilusionado de todo, le pareció que la taberna, con el filtro mágico de las ánforas y toneles, pondría fin a tamaño desconcierto, sería el último abrigo de su alma desconsolada. Allí se refugió y fue componiendo esos versos llenos de una angustiada alegría (…).”
Esos poemas se llamaron Rubaiatas. Se trató de estrofas de cuatro versos, caracterizados por un lenguaje directo, a veces epigramático, que oscilaba entre lo lírico y lo metafísico. 
Por otro lado, Fernando Pessoa.
El poeta portugués nacido en 1888. Un hombre solitario que supo dedicarse al comercio, al periodismo, a la literatura. Se ganaba la vida como traductor y, por la noche, escribía poemas. Como sabemos, la gran audacia de Pessoa fue su propuesta de consumar una obra poética a través de heterónimos: Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Bernardo Soares. Cada uno de estos personajes tenía una entonación propia, una voz, una estética y una filosofía. Pero mejor honremos al poeta y dejemos esta reseña en sus justos límites:
 
   Si después de yo morir quisieran escribir mi   biografía
no hay nada más sencillo.
Tiene sólo dos fechas:
la de mi nacimiento y la de mi muerte.
Entre una y otra todos los días son míos.
 
            Así lo escribió Pessoa y debemos acatarlo.
            Pasemos ahora a los destinos parecidos. La soledad, la poesía y el aislamiento. Las poéticas hermanadas entorno al vino.
            Escribió Khayyám:     
 
             Oye, amigo,
             el buen consejo:
             Antes de que los pesares
           destruyan tu corazón,
             y antes
            que el manto sombrío de la noche
            venga a ocultar
            los últimos reflejos del atardecer,
           lleva para tu alcoba
           el vino color de rubí.
          Y Pessoa:

Trueca por vino el amor que no tendrás.
Lo que esperas lo esperarás por siempre.

Lo que bebes, te lo bebes. Mira las rosas.           

            En la comparación de estas estrofas la voz poética en imperativo sugiere, aconseja la renuncia. La renuncia y su contracara: la elección del vino. El vino nos protege de “los pesares”, del “manto sombrío de la noche” y la espera eterna. Una condición metafísica de la vida ampara el acto de beber.          

            ¿No te diste cuenta,
            todavía,
            de que el vino es espíritu,
            de que él crea, educa, embellece,
            modela el verdadero hombre?

            Lejos encontramos al vino de la simbología y la superstición cristiana. El vino de Kayyám y Pessoa, más bien, es un remedio herético, un elixir de lucidez. En Pessoa, el vino nos despierta de la ilusión metafísica. Como se intuye, la religión, la moral y la metafísica han desarrollado a lo largo de los siglos un complejo entramado de farsas conceptuales en torno a la existencia de otro mundo, más puro, más noble que el habitado por nosotros. Y, de yapa, se pretendió quitar valor al mundo sensible, terreno de las pasiones y el instinto. Pero Pessoa, mientras bebe, se ríe amargamente de todo esto:         

            ¡Come chocolates, pequeña;
            come chocolates!
            Mira que no hay en el mundo más metafísica 
            que los chocolates.

            Mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.            

Bueno, nombremos a Dionisio. Dios griego del vino. Personaje del cual se valió Nietzsche para ilustrar uno de los principales conceptos de su obra. Dionisio habita dentro de nosotros: es el impulso a la embriaguez, a lo orgiástico, a lo vital en estado puro. Dionisio tiende a la disolución, a la destrucción de los velos que impone Apolo, dios de la razón. Dionisio y su bebida mágica nos llevan al canto, a la alegría, a la afirmación en contra del nihilismo ascético.
Khayyám, ocho siglos antes que Nietzsche, escribía:

            ¿Por cuánto tiempo quedarás
            ajeno a la vida,
            perdiéndola
            de la satisfacción de tus instintos?

            ¿Hasta cuándo
            permanecerás así anonadado
            en la muda contemplación de la existencia,
            en la muda contemplación de la Nada?

            ¡Bebe vino, amigo! 

            El vino nos lleva al éxtasis de la embriaguez, único estado en que vale la pena vivir. Probemos sacarle a este mundo su ordenación jerárquica, su reducción apolínea, sus eternas fábulas metafísicas y encontraremos que su modo de ser es en la embriaguez de los sentidos. Lucidez = embriaguez. Y entonces Pessoa:         

            Nadie, en la vasta selva virgen
            del mundo innumerable, finalmente
            ve a los dioses que conoce.
            En la brisa se oye sólo lo que trae la brisa.

            Lo que pensamos, sea amor, sea dioses,
            pasa porque pasamos.                  

            En Khayyám, sin embargo, todo resulta más sorprendente. Pessoa fue un hombre del siglo pasado. Khayyám, en cambio, blasfemó en la oscuridad de su tiempo y supo hacer del vino un símbolo de lucha y de renuncia. Cuando el poeta descubre el tejido de lo real, sabe que no hay nada detrás, salvo el incesante hormigueo humano proyectando fantasmagorías. Alá no ha conseguido probar su existencia. El siervo justifica su servidumbre con la beatitud de otra vida. Y, mientras tanto, los gobernantes, los magistrados hacen correr sangre. Los despreciadores del cuerpo, los sacerdotes, los moralistas consuelan para que los cínicos profesionales gocen con su oro, sus mujeres y despotismo.  “Nosotros sorbemos el vid y vosotros edificáis leyes y decretos para chupar la savia de vuestras víctimas”.
            Khayyám prosigue, en otro continente y en otro sentido, la tradición de Epicuro. (Aunque parece más estimulante el vino del poeta que la dieta de pan, queso y  agua recomendada por el filósofo griego.)         

            Bebe vino,
            prenda de vida eterna,
            ¡único fin y razón de la existencia!

            Ves, ¡es la aurora del amor!

            Se abren las rosas
            y el céfiro
            nos embriaga con sus aromas.

            ¡Es la estación de los placeres!
            Mira
            ¡cómo todos deliran
    en la euforia
    de este momento excepcional!

Sé feliz un instante,
            pues la vida, amigo,
            no es más que ese instante…

             En el otro lado del muro y de los siglos, el hombre que llevó a cabo una de las más delirantes y sangrientas empresas contra la humanidad, supo decir: “No me gusta el vino. Me da siempre la impresión de que es una especie de vinagre. No obstante, de joven, intenté algunas veces beberlo; pero, a no ser añadiéndole azúcar, nunca he podido tragarlo.” Adolf Hitler era uno de los tantos despreciadores del cuerpo: vegetariano, abstemio, intolerante al tabaco. En su libro “Mein Kampf” apunta que el alcohol es uno de los males más graves de Europa. ¿Será que, detrás de los totalitarismos, también se esconde un odio a las pasiones? Una sociedad disciplina necesita, como sabemos, un cuerpo disciplinado. Y el ascetismo parecería ser parte ineludible de cualquier proyecto fascista.
            Dijo Khayyám contra los gobernantes, siempre sobrios: “Si estableciéramos comparaciones entre nuestras acciones y las vuestras, las nuestras tendrían más valor, por lo menos no serían tan nefastas”.
            Pero retengamos la idea de que la embriaguez es la única condición de vivenciar la esencia de este mundo. El pesimismo de Pessoa y Khayyám, en efecto, se trocaría en sensualismo o hedonismo moderado.  Pessoa señala, a lo largo de su obra, la imposibilidad de conocer, la indiferencia de lo real, la incompatibilidad entre nuestro lenguaje y la naturaleza. Pero también nos invita a oler las rosas, a saborear el instante. 
            La lucidez embriagada, por último, lleva a desbaratar el edificio completo de las ficciones que comenzó con Dios, el Ser o Alá. Y siguió, a través de las agua de las centurias, con más personajes: el Alma, la Inmortalidad, el Deber, la Fortuna, el Estado, el Cuerpo Sano.  
De lo que se trata es de desmontarlos.  

Peores males hay que estar enfermo, 
dolores hay que no duelen ni en el alma 
y que dolorosos son más que los otros. 
Hay angustias soñadas más reales 
que las que trae la vida, hay sensaciones 
sentidas con sólo imaginarlas 
más nuestras que la propia vida. 
Hay tanta cosa que sin existir 
existen, existen demoradamente 
y demoradamente son nuestras... 
Sobre el verde turbio del anchuroso río, 
los circunflejos blancos de gaviotas. 
Sobre el alma, el aleteo inútil 
de cuanto no fue, ni pudo ser, y es todo. 

Dame más vino, que la vida es nada. 

            Y, a la vez, de lo que se trata es de poder vivir en la realidad.

            Renuncia a todo
            en este mundo-
            fortuna, honores, poder.

            Desvía tus pasos
            de todo camino
            que no te conduzca
            a la taberna.

            ¡Nada pidas
            ni desees
            sino vino, canciones, música, amor!      

            Noble y hermoso mancebo,
            coge el odre,
            empuña la copa.

            ¡Bebe!

            Pero, ¡cuidado!
            ¡No seas frívolo,
            no hables en vano!