miércoles, 16 de septiembre de 2009


SARMIENTO

“¡Suenen las guitarras al viento,
me cago en Sarmiento
que me hizo estudiar!...”

Canción infantil, anónima

Llegó a su casa y la encontró vacía. Eran alrededor de las dos de la tarde. El horario habitual luego de su jornada en la escuela.
Su departamento en el barrio de Once crujía de calor.
Un marzo húmedo y desabrido, según noticias.
El almanaque de su cuarto marcaba el martes 2.
Un olor a desodorante de ambiente mezclado con lavandina desbordaba en los marcos de la ventana.
Se prendió un cigarrillo. Tomó un vaso de Coca. Se recostó, cansada. Prendió la radio a medio volumen. Aproximó el cenicero, apoyándolo sobre su abdomen. Pitaba despacio, con trabajo. Apenas tosió un poco.
“Si llamás ahora tenés las entradas para ver a Guasones. Tenés que contestar la siguiente pregunta: ¿Cómo se llama el baterista de la banda?... ¡Fácil!,... dale, llamá. Acordate de dejar tus datos y los últimos tres números del documento.”, comentaba la locutora, mientras desde su cama Marina apagaba el equipo con el control remoto.
A través de la ventana observó un auto descapotable. Estacionó enfrente. Empequeñecido por la distancia, un hombre rubio, con suéter en hombros, esperaba en el asiento reclinado. Tomaba algo en una botellita de vidrio. Se lo apreciaba fornido, musculoso. Piel rozagante, tostada. Anteojos negros. Mueca de asco en sus pálidos labios.
Cruzando diagonalmente, una chica con uniforme escolar se acercaba al vehículo. Ciertos reflejos descubrían una hermosa cara, candorosa y jovial. Marina observaba la escena desde la habitación. La colegiala iba apresurada al encuentro. Tenía piernas flacas que desaparecían en la velocidad, en algunos atisbos de sol. Saltó la puerta y cayó feliz en los brazos del hombre. Ambos rieron. Volvieron a besarse. Ella se acomodó a su lado. Le levantó, como una caricia, los anteojos negros. Se encendió el motor. Se alejó el coche; doblaron al llegar a la esquina. La resonancia se situó durante unos segundos en la vereda deshabitada y alcanzó enmudecida la pieza.
“¡Chicos! ¡Chicos!, llaman y aciertan pero... se olvidan de dejar los tres últimos números del documento... ¡ay, ay!”, escuchó Marina al volver a encender la frecuencia.
“¡Bueno!, vamos a cambiar la consigna, que nos trae mucha mala suerte... A ver,... Seguimos con los bateristas. ¡Uh, este es histórico en el rock nacional!... ¿Cómo se llama, escuchen, cómo se llama... llamaba, el baterista de Los Gatos?... 4-807-9100.”
Marina atendió el teléfono inalámbrico. Apagó la radio.
- ¿Hola?
Le contestó la voz de su novio, Isaac. Le preguntó, nervioso y cómplice, si ya le había contado a sus viejos.
- No, no llegaron – dijo ella. Hundió la colilla del pucho en el cenicero.
Isaac, con tono preocupado, le preguntó cómo estaba. Qué iba a decir, cómo pretendía explicárselos.
- Estoy bien. No sé - colocó el cenicero sobre el piso. El aroma del tabaco envolvía las sábanas y su pelo castaño.
Isaac intentó consolarla: sus padres eran comprensivos, le comentaba. Siempre sabían entenderla y perdonarla.
- Sí, sí.
Aparte..., ¿no sabía ella cómo se llamaba el baterista de Los Gatos?, quiso saber. Daban dos entradas para ver Guasones.
- Oscar Moro.
Isaac se acordó, entonces.
- El que se mató.
Su novio no lo sabía. Tampoco le entendió. Le preguntó si se trató de un accidente.
- No. Se suicidó, me parece.
Iba a llamar, pues nadie acertaba. Aparte, le encantaba la banda y querría ir con ella. Y bueno, que se quedara tranquila, volvía a insistir: sus padres...
- Está bien, Isaac. Nos vemos.
Y le pidió, también: llamame, quisiera saber cómo fue todo.
La alcoba en silencio.
Marina se sintió presa de un ligero sueño, dejándose llevar. Acomodó la almohada a su posición y abrazó un cojín rosado. Con sus mismos pies, se sacó las zapatillas, que permanecieron en la esquina del colchón. Cerró sus ojos. La penumbra se manchaba de briznas pálidas. Ni una persiana había sido bajada. Las cortinas, allá, descorridas. El sol golpeaba de lleno en sus pestañas. Y el intenso calor parecía no afectarle; poco a poco, con lentitud, iba quedándose dormida. Con ligeros movimientos, logró deshacerse del control remoto. Y allí fue cuando oyó la puerta de entrada abriéndose y el molesto ceremonial de las bolsas del súper y las llaves.
Delia va hacia la cocina a dejar los productos. Toma, molida y deshidratada, un vaso de agua, enfriado con cuatro cubitos. Se seca el sudor de la frente. Descuelga su cartera y la apoya sobre una mesa. Mira el cubo de vidrio donde lucen unas preciosas flores: acacias, nardos, azucenas. El perfume incipiente la refresca. Deja en la pileta el vaso, aún con sus cubos resbalando. Se quita las sandalias. Descalza, siente el fresco de las baldosas prendido a sus pies. Cierra sus ojos. Se dispone a acomodar la mercadería. A la heladera: los tomates, la lechuga, las ensaladas primavera, las peras; las gaseosas de tres litros y cuarto; cortes de carne: cuadril, paleta, bola de lomo; aderezos: mayonesa, ketchup, mostaza, salsa golf. A la alacena: galletitas surtidas dulces y saladas, paquetes de fideos y arroz, sal, latas de paté, botellitas de edulcorante, saquitos de té, yerba mate. Olvida las bolsas en la mesada. Escucha un confuso mascullo proveniente de la habitación de Marina. Se extraña. Luego pone a calentar la pava. Sale de la cocina. Olvida también sus sandalias.
Llega al comedor y se sienta en el amplio sillón. Busca el control remoto del DVD y la televisión por entre los almohadones. Desplaza sus piernas acomodándose en la mesa ratona. Prende. Espera. Selecciona: Escena 2. Un inabarcable desierto se reproduce en la pantalla. El plano captura montañas y llanuras. Panea también un lago cristalino donde se transparentan piedras con forma de huevo. Hay impresiones crepusculares. Remotos bisbiseos de aves. Después de concentrar las imágenes repetitivamente sobre estos puntos, la cámara toma un grupo de hombres semidesnudos que baten palmas en torno a un jabalí desangrado. Detrás de ellos, se trasluce un acantilado borroso por el celaje. Ensayan un cántico críptico, percusivo. El jabalí parece muerto. Uno, toma un hacha reluciente y lo corta oblicuamente en su panza y lomo, desangrándolo más. El animal bufa, pero sin fuerza. Un coro recita una melodía apática; precisiones de tambores acompañan. Se interpone el pitido de la pava hirviendo. Delia se levanta quejándose, pone pausa.
Con minucia, Marina se acercó al comedor. Se había cambiado: yoguin gris, ojotas y una remera blanca de mangas cortas. Mientras prendía un cigarrillo con uno de los fósforos del hogar a leña, esperaba a su madre. La encontró.
- Hija, no sabía que estabas - dijo con una tasa humeante entre manos.
Marina esbozó una tímida y resignada sonrisa.
- Sentémonos. Tengo que ver esta película, me la recomendaron en el curso. Es de un director sueco: sin diálogos. Un loco el tipo. Yo vi la primera parte y me aburrí. Pero, bueno... sentate conmigo, quizá te guste.
Su mamá tomó el control remoto. Posó la taza sobre la mesa ratona.
- ¿Y?... ¿Venís o no? – la inquirió, sentándose al borde del sofá.
Marina se incorporó. Fumaba. Estaba nerviosa.
- No tires las cenizas ahí arriba, hija... ¿qué te pasa? - preguntó, con la yema de los dedos en el “play” del control.
- No aprobé el examen de Inglés. Saqué un cuatro.
- Bueno, pero todavía te queda el de Física. Si aprobás… con dos previas pasás, pero pasás de año igual.
- No, mamá, el examen de Física fue ayer; no me presenté... Preferí jugármela con Inglés, que la estuve preparando con Susana. Pero la profesora me tomó comprensión de texto. Y es una hija de puta porque eso estaba en el programa pero nunca se toma en cuarto año. Igual, algo intenté... Me puso un cuatro. Le pedí que me tomara oral, que yo había estudiado. Pero me dijo que si no tenía la parte de comprensión de texto aprobada, no me podía aprobar la materia. Hija de puta: porque en el curso nadie sabía un carajo de eso.
- No lo puedo creer,... Hoy a la mañana, Susana me dijo que estuviera tranquila, que estabas preparadísima. No entiendo.
- Ya te expliqué: me tomó algo que no estudiamos.
- ¿Y por qué no lo estudiaron?
- Porque nunca lo toman. Yo les pregunté a los chicos que rindieron en diciembre y me dijeron que ni en pedo tomaba comprensión de texto. Es más: el año pasado al curso de Julieta tampoco se lo tomó.
- ¿Qué, se la agarró contra vos?
- ¡Obvio!, si estaba yo sola. Y no me dejó rendir oral.
- Hija, habíamos hablado... tenés que estudiar todo. Y más en tu situación que... ¡pará!... Entonces... ¡repetiste!
- Y qué te estoy diciendo.
Su mamá se sumió en un inesperado silencio. El DVD sacó automáticamente la pausa. Volvieron los tambores y las voces. Con cuidado, Marina apagó el televisor. El sonido sin embargo seguía emitiéndose, ahora por los parlantes especiales. Un grito quebrado y prolongado se mezcló con la música y saturó la acústica.
- ¡Apagá esa mierda! - ordenó su madre -,... o sea que,... repetiste. ¡Te llevaste tres putas materias y no aprobaste ninguna!
- A una no me presenté - corrigió Marina.
- ¡Es lo mismo! ¡Estás repitiendo de año, igual!... ¡No lo puedo creer!... ¿Cómo carajo se lo decimos a tu padre?... ¿No se puede hablar en el colegio?, yo qué sé... Les digo que hubo problemas en el verano, que te tomen otra prueba...
- No se puede...
- ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo se lo decimos a tu papá?
Volvieron a silenciar durante más de un minuto. Su mamá ensordecida. Y ella, fumando y rascándose el cachete.
- Yo se lo digo, yo se lo digo, yo repetí – propuso Marina.
- ¡No, vos no sabés tratarlo! Dejame a mí... ¡Y borrate de acá, que ni te vea! Borrate, no sé... andá a lo de Marianela, quedate a dormir allá y mañana vemos. ¡Ni llames, pendeja, ni llames!... dejamelo a mí.
Sin soltar palabra, su hija va a cambiarse.
Delia no lo puede creer. Mira la pantalla negra y esa suerte de orzuelo metálico que siempre se genera al apagarla. Relumbra, en una detonación colorada, lila. Si se presta atención, zozobra en una especie de zumbido. Hasta que - al cabo de unos minutos - desaparece.
Su hija vuelve con una pollera turquesa. Tiene el pelo atado con una colita que le revela la frente pálida. Sin saludar, abre la puerta y se retira. Delia queda callada. Se acuerda del té. Está tibio y amargo. Suena el teléfono. Atiende el contestador.
“Hola, Marina.... bueno, quería contarte que llamé a la radio. Sí, era Moro, el que se había matado.... bueno, no sé, te llamo, o llamame. Un beso.”


Las sábanas se sentían arrugadas, pegajosas. Se reposaba y sentía la espalda ondular en un grácil vaivén, presa de un vértigo de perturbadoras caricias, la sentía flotar insegura entre mantos de invisibles pliegues, a la luz del velador, con aquella iluminación penetrante, desértica. Las cortinas maniobradas por el viento. Unos extraños panaderos ascendían a través de la ventana y caían en su barriga velluda, extenuada, endurecida. Él, los observaba. Su mujer, con sumo cuidado, los tomaba con sus dedos y los soplaba delicadamente, uno por uno. Viajaban por la habitación, dentro de su dimensión ínfima. Se entrecruzaban sin rozarse. Hasta que, en flameos presurosos, volvían a perderse. Algunos partían por la ventana. Otros yacían en el suelo, junto a las medias, bombachas y calzoncillos.
- ¿Y ahora qué va a pasar? – preguntaba Rubén a su esposa, recostada a su lado.
- Hace el año de vuelta – le respondía apesadumbrada Delia.
- Entonces, la muy pelotuda espera un año más para recibirse – apuntaba con sinsabor.
- Es un año, Rubén...
- ¡Un año! No la justifiqués... ¡Repetir de año, lo único que tiene que hacer y lo hace para la mierda! Nos matamos por ella, nos rompemos el culo así y esta boluda repite...
- A la tarde lo hablé con el terapeuta...
- ¡Bueno!
- Dale, escuchá... el tipo me pregunta, bah... qué pienso yo, qué grado de responsabilidad tenemos... nosotros en que ella repita.
- ¡Responsabilidad! Ese forro. Encima que le estás garpando un sueldo te viene a echar la culpa: ¿los esfuerzos que hicimos no valen la pena? Para esos tipos que te dicen cómo vivir sentados en un sofá, de todo tienen la culpa los padres. A ver, ¡qué hay que hacer!
- Me hizo una pregunta, Rubén, no me dijo que teníamos toda la culpa.
Su mujer le acariciaba las mejillas. Llevaba su cabeza calva a su pecho. El perfume a cidra de su camisón lo colmaba de diversas conmociones. El blanco puro de la tela se ceñía de pronto sobre sus ojos húmedos. Luego se matizaba. Visualizaba en su mente una imagen de color y forma indefinidos, con tenaces comisuras, pequeñas grietas y surcos agrisados, trastocados por la luz del velador y los visos de la medianoche. Y, de vuelta, al permitirse levantar la cabeza desde su nuca, se chocaba con la cara de su mujer. Una cara agigantada por la cercanía; con sus rasgos laxos, la culminación irregular de sus ojos, sus pómulos hundidos con detalle craneal.
- Quedate tranquilo, es sólo un año...
- No puedo creerlo, no lo puedo creer... ¿Y ahora dónde está?
- En lo de una amiga.
Levantaba su cuerpo hasta quedar de pie, al costado de la cama. Estiraba cauteloso sus brazos hasta tronar sus huesos y suspirar. El gato persa lo miraba desde las alturas de la televisión. No lo había notado. Parecía una proliferación inagotable de pelos, con fusiones en dorado, crema y negro. Oía en lo remoto su ronroneo. Se acercaba, lo tocaba y aproximaba su mirada a la suya; sus pupilas, como pulgas, se extraviaban en los aledaños de los iris. El pestañeo resultaba melódico. Su hocico, sus delgados y filosos bigotes. El aliento a almendras amargas. “Hermoso gatito”, le decía Rubén, “cómo me gustaría ser como vos, y dormir todo el día, y que todo me chupe un huevo”, acariciándole el lomo.
Volvía a su cama, fundido. Un dolor de cabeza lo atravesaba sin tregua. Estirando su mano, tanteaba un cajón de la mesa de luz, hasta dar con unas pastillas celestes. Se tragaba dos, decidido.
- Bestia, bajala con agua – recomendaba su mujer.
Se anticipaba una noche sin sueño.
- Delia, pasame dos Alplax, y vamos a liquidar de una puta vez esto.
- El médico te dijo que no podés...
- ¡Me importa un carajo el médico!
El gato saltaba desde televisor y se soltaba a correr. El teléfono sonó.
- Puta, lo dejé prendido...
- Y encima a ese volumen.
- Bueno, atiendo.
- Delia, no jodas.
- Atiendo, atiendo.
Al cuarto timbrazo, su mujer atendía.
Hola, hola... quién llama a esta hora...
Su expresión comenzaba a tornarse extraña.
Como preocupada. Y estaba en silencio. Como escuchando. Expectante.
Como temerosa. Perpleja.
Irreconocible.
- ¿Quién era? – preguntó desconcertado. El inalámbrico estallaba contra el piso, desprendiéndose de las manos de su mujer.


Caminó por Rivadavia. Enfrente, los puestos de Primera Junta habían cerrado. El subte clausurado con rejas y candados y un chico de pantalón rotoso, en cuero, dormía en las escaleras. Vio el quiosco de revistas cerrado. Se topó con los diseños inscriptos en aerosol blanco sobre las puertas: dibujos de manos abiertas, cuchillos precariamente representados y una frase: “Macri te mima, mimo, mea mis muelas, muelles míos”. Dobló a su izquierda. La iluminación mermó. Era una cuadra con fiambrerías. En esa esquina, llegó un viento fresco que levantó una mezcla aromática de quesos, asfalto y uvas. Avanzó; se le soltó la colita del pelo. Un trayecto se tornó penumbroso; el mercado protegido devolvía quebradizas luces.
Perdió su sombra en la extensa sombra de oscuridad.
Bordeó una plaza. Prendió un cigarrillo. Tuvo que cubrir el encendedor mientras lo hacía. El viento sopló. Soplaba, luego de un día de urgente calor. El cielo, sin embargo, se mantenía despejado. Se le ocurrió mirarlo, antes de cruzar. Apenas divisaba una mancilla de negrura, limpia y monótona. En lo alto, brillaba una gigantografía publicitaria con una feliz modelo en ropa interior. Algo de su belleza le llamó la atención. Unos ojos marrones, de pez, redondos, en una cara con rasgos orientales.
Estalló el motor de una moto. El semáforo cortó. Se alejaba el roncar del vehículo. Caminó.
Cruzó en diagonal. Ahí estaban las vías. La pátina plateada de los rieles se multiplicaba. Al costado, las escaleras. Las subió sin prisa. Las máquinas estaban prendidas. El logotipo de TBA, debajo del mensaje: máquina fuera de servicio. Las ventanillas, cerradas. Un cartel las excusaba: Vuelvo enseguida. Pasó por un molinete desvencijado.
En el andén vacío el viento sopla peor. Se le vuela la pollera turquesa. Tira el pucho, imposible de fumar.
Se sienta en un banco y espera. La sensación presagiosa de lluvia aumenta. El cielo, sin embargo, se mantiene despejado, limpio y monótono. Cruza las piernas, acción que le permite acomodar la tela sacudida.
Espera.
A paso cansado, se acercan dos hombres de unos cincuenta años. Uno, con aspecto de vagabundo: cabello largo, enmarañado y sucio; viste en harapos, descalzo. El otro, de similar apariencia, aunque con cuantiosa barba renegrida y unos anteojos de marcos azules. Se sientan en el piso, muy cerca. Llevan vino en cartón.
- Estación cabayito... Ecs Sarmien-to. – comenta el vagabundo, como ido.
- ¡En este paí, faltan hombre como Charmiento! – opina, al pasar, el de anteojos, y apura un buen sorbo.
- ¡Estásss, loco, compadrito!... Zarmiento era un hijo de mil... puta! Mandaba matá a los gauchos, el turro... Un Europeo de cuarta. Basta leer el Facundo: odio a lo nuestro, a la tierra, al gauuu... cho!
- Pero levantaba como quinienta escuela... é un herue.
- Herue fue el Chacho Peñaloza. Y el turro lo liquidó cómplice con ese otro hijo de puta llamado Mitre. Todo hijo de... puta: Zarmiento, Mitre y el vendepatria de Rivadavia. Suerte que stá el General en el diome, sino...
El vagabundo se toma la panza y vomita. Vomita un líquido amarillento con mantas de sangre. El vagabundo se retuerce, maldice a Sarmiento y advierte a su compañero: “Vómito de... ss... sangre! Por lo turroz del país vendido, ay!...” El de anteojos, desconcertado, se abalanza sobre el vagabundo. “¡Domingo, Domingo!”, lo sacude entre charcos de vómito y vino, “no mueras... ¡Carajo, no!” Mirando al cielo, rompe en llanto; sus manos humedecidas, sus anteojos caen: “No me dejé... no me dejé... yo, Dominguito... te amo!” El vagabundo escupe, solloza y se contrae, entre los brazos de su compañero. Parece apenas respirar o quizá no respira.
“¡No!”, se desgarra el de anteojos, con su amigo desfalleciendo, “¡Lo mató Charmiento! ¡Ay, ay!”
“Señorita... ayúdenos, ayúdenos”, pide, envuelto en lágrimas. “Mire mi manós, mirelá... ay!”
Sin contestar, ella se levanta.
¡Señorita!
Camina todo el andén hasta la segunda salida. Salta el molinete. Baja las escaleras. Siente el frío de la noche.
Cruza y se detiene antes de llegar a la calle, detrás de la barrera alta. Viene, de lejos, un auto. En sus pies, apenas pasto, envolturas de barras de cereal, boletos abollados, botellas, latas de cerveza. A metros se divisan pálidas irisaciones. Se imagina cuadras inundadas por una lluvia quizá dentro de dos días. Y se adentra por el camino de los rieles. Oye el auto que pasó. El fulgor transido de la avenida se deshace en gradaciones centelleantes.
Los pies entretejidos en un laberinto de baldosas y basura. Al levantar su mirada, busca señales, atestada de olores rancios. Los edificios, tras los alambrados, similares a espectros en lóbrega vaguedad. Y, sin embargo, a ella le agrada el silencio y la atmósfera de lo invisible. Ya no sopla el viento fiero. Su pollera está en paz.
En esas instancias, a los costados hay sólo paredes con dibujos indiscernibles.
La oscuridad, absoluta.
Las dimensiones de las vías se angostan, como en caudales profusos. Los márgenes se ensanchan. Caminó tanto que intuye transitar un espacio abandonado por los trenes. Por sus pies, millares de roedores corren interminablemente. Pisa pequeños charcos. Se imagina acechada por bichos, cangrejos y aves nocturnas. Desecha como puede su miedo infantil a cucarachas gigantes.
La soledad resulta invulnerable, el silencio ubicuo.
La pendiente irregular no logra confundirla. Si bien la superficie es plana, ella se presiente en un equilibrio de peligrosas alturas. Aislada, ahora sí, aislada. Piensa que quizá se equivocó, que fue demasiado lejos, donde no alcanza siquiera el viento, donde el cuerpo pierde temperatura y los pulmones no reciben oxígeno. Se detiene, entonces, fatigada. Se recuesta con trabajo. Le repugnan el hedor, las ratas, la basura.
A pesar de ello, el cálido metal de los rieles le devuelve calor. El contacto no es eléctrico, sino suave.
Ya se ha acostumbrado a los nauseabundos olores.
Reposada allí, se cree abrigada. Puede respirar ahora sin problema. El cielo, aún limpio y monótono. Mira en su reloj la hora, que se enciende gracias a su ínfima luz: 23.58. En la serenidad del enmudecido instante, atemperada por un rincón olvidado e inmóvil, saca otro cigarrillo y lo prende. Tira su encendedor. El humo malva parece desollar la cerrazón. Y luego, descaminarse pronto entre las orlas enturbiadas.
Bien lejos, ve inflamarse un punto celular. A la distancia, un rayo fosforoso, se arrima poco a poco. Ahora un arco de fuego rosa se desgrana en átomos incandescentes. ¿Cuál será la distancia? La dilatada fosforescencia es acompañada por un seco rumor. Las ratas huyen a sus refugios. Ella comienza a distinguir la silueta sombría del tren, aproximándose. Pita profundamente. Nunca antes lo hizo así, con semejante deleite.
La silueta se acerca más.
Abre sus brazos. Cierra sus ojos como si fuera a ser penetrada. La calidez de los rieles la halaga.
La bocina cada vez más desesperada y estentórea es lo único insolente en su improvisado paraíso.