jueves, 23 de febrero de 2012

LAS DESVENTURAS DE SATÁN


Empiezo por una confidencia: en los aciagos tiempos de mi pubertad busqué, infructuosa y obsesivamente, un encuentro con Satanás. Ansiaba beber de su sombra, sorber la esencia de su poder y su fuego. Sabía entregarme, para ello, a todo tipo de ritual, de invocación, de compañías patéticas y marginales, de crímenes sin importancia. Pero, habiéndome hecho ateo a los dieciocho, desistí de la persecución y comprendí que no necesitaba, ya, buscar a nadie. El universo está hecho de pura ausencia, me decía.


Hace unos meses, sin embargo, Satán me cruzó por una plaza. Los pormenores de la anécdota estarán resumidos en dos cuentos de mi próximo libro (uno de ellos ha sido publicado en este blog y puede leerse aquí, en el post de abajo).


En este escrito quisiera analizar, desde una perspectiva más conceptual, aquella experiencia.


Si bien se trató de un diálogo lacónico, pude extraer algunas conclusiones interesantes:


Desde que Nietzsche decretó la muerte de Dios, Lucifer perdió su antagonismo fundamental, la fuente absoluta de su Poder. Estropear, con eficacia, la torpe y magnánima Obra divina se convirtió en el emblema de la rebelión metafísica y en ejemplo de las posibilidades de resistir y de constituirnos, aún a pesar de cargar con maldiciones y estupros, en seres libres. Pero, como dice un amigo mío, la muerte de Dios es espectral. Veamos esto despacio.


“Espectral” indica que, en el teatro donde la humanidad monta sus fantasías sangrientas, dios -ahora con minúscula- ejerce su danza y su acto de ventriloquía, irguiéndose como un fantasma cuyo nombre explica - entre otras calamidades - las luchas territoriales, los conflictos bélicos, las lágrimas de los fieles huérfanos, las poesías sin médula de menesterosos poetas. Esta muerte –espectral- vacía de contenido las atrocidades de Satán y su identidad, basada en la frontera que su oposición a la totalidad divina supo establecer, se desvanece. El Diablo, por lo tanto, se convirtió en un ente más.


Otro ente más en la indiferencia del caos del cosmos.


En nuestra reunión le pregunté si los actos terroristas, las torturas, las canciones pop, el capitalismo financiero, la televisión y demás no eran, después de todo, la patria del Mal. Me respondió, enjuto, que no. Luego de la muerte de Dios, no hay Mal. Hay lo malo. Y que, incluso en ese caso, todo se alinea a la banalidad de algún burócrata o a la torpeza de un mediocre masificado.


El hombre es responsable de lo diabólico, comentó.


Yo sólo soy invocado por gente idiota y afectada por amaneramientos milenarios. No me reconozco en ninguna obra atroz de este mundo.


Transmito aquí, para concluir, su pedido. Su especial pedido.


Necesito de la valentía de un Hombre, de un Discípulo real, de un Ser capaz de proclamar, sin temor a las tempestades y a los improperios estelares, mi muerte. Necesito que la tierra, desprendida de Dios, pueda eclipsar mi Nombre y hundirme, por fin, en la Nada universal. Necesito morir y acabar este periplo de soledad, extravío y exilio. Alguien debe decir, de una vez por todas: El Diablo ha muerto. Lo suplico a quien escuche mis palabras.


Bueno, hago el intento:


El Diablo ha Muerto.



EN ROJO Y NEGRO

Esto sucederá muchísimos años después.


Félix recordará, entonces, las palabras de Claudio, antiguo dueño de la pensión: “Guardá un cuchillo debajo de tu almohada, por si se le ocurre al diablo visitarte”.
Félix recordará a Claudio: un viejito con mucha chispa. Camisa de manga corta y pantalón de vestir. Mechón rubio cruzándole la frente. Amaba regodearse con unos valsecitos anónimos desde su grabador. Y pasaba las horas con delirantes historias escuchadas en su pueblo.
“Un pueblito con animales feroces agazapados por ahí. Amas de casa tristes. Ancianos de ciento veinte años perdidos por las calles.”, recordará que decía Claudio.
Félix recordará también la puerta de la pensión. Sus barrotes de metal oxidado. Unos graffitis en rojo y negro. Un puesto de flores, a metros.
El misterio de la asociación irá directo al punto: por aquellos días fumaba - recordará - escribía mucho, salía mucho y dormía poco. Vestía siempre con bermudas chocolate y usaba el pelo corto.
El presente será una plaza. Unos árboles en primavera, la ciudad vespertina y el sol de las cinco.
Félix dormitará en uno de los banquitos. Sólo, de vez en cuando, pensará: en su ciudad aparecían animales feroces, amas de casas tristes y ancianos perdidos. Pensará en lo pasado y ni siquiera tendrá aquello que, en su juventud, era su orgullo: la adicción al tabaco.
Entonces se le acercará un tipo muy discreto.
Chiquitito, las mejillas rojas, muy rojas, como destellantes.
El pelo larguísimo y un impermeable y botas.
Se le acercará y lo convidará con un cigarro.
- Perder un vicio es como perder una mujer querida - le dirá con voz cavernosa – Tomá, fumate uno…
El tipo se sentará a su lado.
Félix le descubrirá una mirada arcaica. Una especie de recóndita iluminación. Algo que nunca se imaginará y tampoco podrá, en un principio, procesar en palabras.
Tras unos segundos, comenzará a ver a través de los ojos del tipo. Se abrirán como un volcán a su mirada. No se…
- Evitemos los procedimientos obvios - le dirá -. Soy el diablo.
Félix ya lo habrá notado.
- Te agradezco el no salir corriendo como si fuera un ladrón o un violador - le dirá. Su modo de fumar será único: pitadas veloces, inmensas bocanadas de aliento.
Durante aquellos días, la primavera será una fiesta: los árboles en flor, el aire limpio, el cielo poderoso. Los amaneceres, un soplo lento y los atardeceres procesiones de luz y oscuridad sin traumas. Pero las nubes se agolparán y cundirán los relámpagos.
- Es el hijo de puta de Dios - le dirá Satanás -, basta una de mis apariciones y arrancan los lugares comunes: diluvios, truenos fatales… Bueno, carajo, podrías decir algo vos.
- Hacía mucho que no fumaba.
- Ya veo… Dios le da pan a quien no tiene dientes - dirá Satanás.
Empezará a llover. Formaciones inconsistentes de gotas. Sonidos de agua como lenguas muertas en el pasto.
De repente, nadie alrededor de Félix y Satanás.
- ¿Estoy vivo? - dirá Félix.
Fumará y, en su mente, se presentará la imagen de un paisaje de ensueño: se verá (en el vértigo de los segundos, mientras habla y siente la lluvia) llegando a esa tierra y desengañándose al descubrir sus imperfecciones; con la dolorosa sensación de que esas montañas no serán tan impresionantes, los olores no serán como los de su verano imaginario, llenos de vientos tórridos y mujeres desnudas; y ese cielo, coronado por una luna similar a cualquier otra, no será el cielo que la fantasía flameaba.
Fumar, después de todo, no será el atajo hacia su juventud perdida, sino una sensación de fluidos blandos y asociaciones tristes.
- ¿Si “estás vivo”?... Mirá, no importa. Yo sólo quiero hablar con alguien.
- ¿No se supone que debería buscarte para hablar?... no sé, querer venderte mi alma y…
- El alma no existe. Ya es hora de que hablemos con propiedad. No existe nada, nada: sólo fantasmas sin memoria, objetos sin nombre y… Che, no puedo parar de fumar. ¿Querés otro?
- Yo no. Me estoy mojando bastante.
Caminarán hacia un árbol para protegerse.
A esas instancias, la lluvia potente quebrará las hojas de las copas.
- No existe nada. Tampoco te podría decir la pavada de que “todo es una ilusión”… ¿sabés? Estoy harto de los lugares comunes… Mis apariciones son frente a hombres como vos, vaciados por dentro y sin ninguna esperanza. Es sabio no tener esperanzas.
- Sólo quisiera preguntarte algo… - La pausa de Félix será prolongada - ¿Por qué?
Satanás echará su carcajada clásica.
- Me aburriste, viejo.
Una aureola rojiza se formará en el aire y el diablo desaparecerá.
Dejará el humo de su cigarrillo y otro humo, más sólido, perdiéndose en el tronco del árbol.
Félix permanecerá unos minutos cubriéndose de la lluvia que, poco a poco, se detendrá.
Pero, más tarde, cuando todo sea calma y el frío se diluya en el viento caliente de la primavera, Félix saldrá de la plaza, parará un taxi e indicará las calles de la vieja pensión - tan sólo para probar el sabor del tiempo, así como sentía, minutos atrás, el cigarrillo; ese placer en la evocación de un paisaje de ensueño ; y, de golpe, envuelto en el desengaño de sus montañas y desiertos- pobres, en comparación a las montañas mágicas, a los desiertos llenos de mujeres que la fantasía podría haber tejido en él - el taxi se meterá por unas calles inundadas y Félix, con lentitud, descubrirá en las veredas amas de casas tristes y ancianos de cien años; las calles tendrán un color reconocible y algunos edificios permanecerán intactos a pesar del tiempo - y otros, en cambio, perderán en su fachada las formas del pasado y cobrarán un aspecto monstruoso.
Se bajará en aquella esquina.
Se escucharán un vals anónimo y el rugido de animales feroces, lejos.
Ahí estará, idéntica, la vieja pensión. Con las puertas y su barrote de metal oxidado. Los grafitis en rojo y negro. El puesto de flores, a metros.
Él mismo, con el mismo aspecto de aquella juventud: las bermudas, el pelo corto, el cigarrillo entre labios.
Claudio con el mismo aspecto: la camisa de manga corta, el pantalón de vestir, el mechón rubio atravesándole la frente.
Querrá cruzar y pararlos. Pararlos y preguntarles “¿por qué?”.
Entonces recordará la risa del diablo.
Los seguirá un par de cuadras con disimulo. Y al final los perderá.