martes, 24 de noviembre de 2009

FELICIDAD

Procuro hallar la sombra de la verdad
que otros llaman luz del conocimiento
y tan sólo y tan solo me encuentro
frente a un pálido sol de tempestad.

En mí yacen los vientos del olvido
y, entreverándose quién soy y he sido,
una vigilia de arena cansada
me auncia, en soplos, que no soy nada.

¿Y quién pregunta?, pregunta una voz.
¿Y quién te abandona y quién sos?
te preguntan, una y otra vez: ¿sos?
Un alma en su sueño saluda, adiós.

Pero te veo llegar y es ilusión
la realidad y mentirosa la verdad
que empaña y cura al corazón
con cárceles de vidrio y libertad.

¿Y quién, en sueño, te ha buscado?
En aquella vigilia me creí abandonado
y tan solo un corredor de desvelo
y tan sólo tu cara de nieve y consuelo

me han dado la clave: he encontrado
lo que no puede ser, frágil, pensado
en los caminos del dolor y la muerte
y, en tu sed, el destino no advierte.

lunes, 23 de noviembre de 2009

BELLEZA DEL ARTE Y DE LA NATURALEZA

El concepto de belleza pareciera estar determinado por las circunstancias históricas, culturales y económicas de cada época.
Fuera de una ontología platónica que plantee una esencia de la belleza, la experiencia demuestra - como en tantos otros terrenos - que las nociones acerca de la belleza varían y se adecuan a los intereses, conflictos y universos simbólicos de las clases dominantes - y dominadas -, de los imaginarios de los sujetos concretos de cada tiempo y lugar puntuales.
El concepto de belleza actual difiere del gótico o romántico e incluso del griego, así como éste difiere del egipcio o precolombino. La cultura delimitaría una construcción de belleza en las artes, las modas y las costumbres. Esa construcción se imprime en nosotros y regula cada percepción o sensación en torno a la cuestión referida.
Cuando decimos “la cara de María es perfecta: sus ojos claros, su nariz afilada, sus rasgos finos y su boca gruesa y redonda; es hermosa”, o por ejemplo, si proponemos “la voz del tenor conmueve por su belleza”, estaremos siendo operados y pensados por una categoría a priori de lo bello (y lo feo), directamente relacionada a un imaginario simbólico anterior a nosotros. Imaginario materializado en nosotros, a través de nuestros juicios y opiniones. Ese imaginario podríamos llamarlo también de varias formas: tiempo histórico, circunstancias dadas, situación de clase, etc.
En síntesis: no hay una forma o esencia de belleza, sino construcciones históricas en torno a lo bello (y su par dialéctico lo feo).




A partir de este marco, quisiera plantear el interrogante central del presente artículo:
¿Es más bella la belleza de la naturaleza o la belleza de una obra de arte?
La supuesta belleza de un atardecer, ¿es más bella que la de un Picasso?
Es decir, aceptando el hecho de atribuirle al “atardecer” y al objeto “un Picasso” cierta belleza, nos preguntamos:
¿Por qué es más bello un atardecer que “La muerte del torero”? ¿Por su esplendor? ¿Por su perfección, su inconmensurabilidad?
Contemplemos el cielo desde la orilla de una playa. Dejémonos llevar por el horizonte y el tono azul, rojo y pálido del cielo. Mojemos nuestros pies en el agua. La brisa, a veces ligera, a veces suave y las olas, el ritmo de la formación y el choque. Las costras de sal en la arena y arriba la luna. La luna enmarañada en la neblina. Y la extensión de lo que nos rodea: el cielo y la tierra. Y aún dejamos afuera los matices, lo pequeño: la contextura de miles de gotas, la zona nublada del cielo con sus grises y blancos, el grano de arena seco entre lo húmedo, etc.
La percepción de ese ocaso, a primera vista, sería insuperable.
“La muerte del torero”, una obra impactante, revolucionaria, ejecutada con trazo a la vez violento y reflexivo, de tendencia abstracta pero también figurativa, ¿podría ser más bella que el atardecer recién descripto? ¿Podría una pintura ser más bella que el impresionante atardecer?
Supongamos un Dios en la naturaleza. Supongamos una inteligencia creadora en las brisas, en la luna, en la tierra. Un soplo, supongamos, un hálito creador en el mar, en el cielo y las nubes. Una inteligencia divina que crea cada objeto de ese atardecer y el atardecer mismo.
O mejor supongamos que no hay Dios. Ni divinidad ni nada. La naturaleza y su complejo funcionamiento, sin trascendencia ni entidad superior a ella. Entandamos al atardecer como un proceso de autocreación, como la suma de diversas partes y pequeños procesos dentro de ese proceso más amplio. Esta perspectiva nos liberará de la visión metafísica de una inteligencia suprema o Dios para entender un atardecer. Nos acercaría al esbozo de una dilucidación cientificista del asunto.
Y ahora veamos qué hay detrás de “La muerte del torero”. ¿Hay una inspiración sagrada? ¿Una voluntad estelar o una fuerza análoga a la de la naturaleza? A no especular: detrás está sólo Pablo Picasso. El trabajo de un artista llamado Pablo Picasso. Aunque detrás de esa obra también hay una historia de la pintura, una evolución técnica, un estilo y un procedimiento producto de siglos de obras y artistas. Pero nada más: ni una inteligencia divina ni un Dios ni una fuerza autocreadora de infinita complejidad. Está Pablo Picasso.
Es decir, un ser humano. Un ser finito, una inteligencia limitada, un cuerpo mortal. Algo capaz, en su condición efímera, de crear un objeto que irradia vida propia y se instala, con su particular potencia - al decir de Juan José Saer -, como un lenguaje dentro del lenguaje, un cosmos dentro del cosmos.
Sentado este análisis, estaríamos en condiciones de afirmar la supremacía de la belleza de un Picasso que la de un atardecer.
No importa si la inmensidad de la percepción me sume en el éxtasis contemplativo del atardecer y adjudico una belleza insuperable a su experiencia. La belleza del arte es superior en dignidad. Inducida por un ser finito (artista), resulta inmensamente más grande, hermosa y trágica que la provocada por una entidad infinita (Dios, naturaleza).
Resulta conmovedor el trabajo del artista contra el trabajo del demiurgo. El artista debe adiestrarse, manejar una técnica, concebir una imagen, plasmarla. Tal vez, por qué no, el atardecer sea el producto de una infinita (y riquísima) complejidad de variables o resultado de la capacidad creadora de una inteligencia suprema. Y eso tiene belleza. Pero, ¿cuál es su mérito?

En su inmortalidad, en su omnipotencia, los actos de los dioses no tienen ningún mérito en comparación a los actos humanos, signados por la muerte, el sufrimiento y la corrupción.
El hombre, a sabiendas de que va a morir, atravesado por el absurdo y el dolor, sin embargo, es capaz de crear un objeto poético, una obra que lo supera en magnitud, potencia y temporalidad.
Tal vez una chispa divina y Dios creó el mundo (en siete días o en un segundo). Tal vez dejó las bases para el desarrollo de indefinidos atardeceres en el tiempo.
Pero Fidias, un arquitecto griego que murió en una cárcel miserable, concibió El Partenón él solo. Miles, miles de esclavos, ejecutaron su diseño y crearon una obra que, a nuestro juicio, supera cualquier otra maravilla de la naturaleza.


sábado, 21 de noviembre de 2009

Lo sublime es bello y lo bello sublime


Blake: Sublime. Pero también bello.


(Para escuchar)
http://www.youtube.com/watch?v=df-eLzao63I

Mozart: Bello. Pero también sublime.

lunes, 16 de noviembre de 2009

CINE Y NAZISMO


PUNTOS DE PARTIDA

Para este artículo partimos de la siguiente premisa: el cine puede proponer una versión o interpretación rica y compleja de un asunto tan rico y complejo como el fenómeno del nazismo.
Y partimos del supuesto de que el lenguaje del cine puede evitar, si se lo propone, la desinformación y sus procedimientos (maniqueísmo, descontextualización, demonización, simplificación).
Mejor dicho: cierto cine puede.
Analizaremos dos películas con originales puntos de vista para narrar y representar el horror.


EL GRAN DICTADOR

“Hay que reírse de Hitler”, decía Chaplin en 1938, a raíz de la ocupación alemana en Austria.
Y así, en 1940, filmó El Gran Dictador: Parodia del nazismo, de los dictadores fascistas y alegato de la libertad, la paz y la democracia.
En esta sátira, Chaplin interpreta a Hynkel y a un tragicómico barbero judío que, en el interior de los guetos, se enreda en peripecias varias con la GESTAPO.
Chaplin logra desplegar sus recursos interpretativos con riqueza.
Con Hynkel - dictador que tiene un plan para dominar el mundo - Chaplin elabora, en clave de comedia, una variedad de registros de alta complejidad y condensación. Lo hace desde dos frentes: la voz y el gesto. Para el primero, emplea diferentes entonaciones en función de la expresividad (y emotividad) autoritaria de los discursos. En el segundo, a través de hipérboles gestuales y ademanes exagerados para develar, caricatura mediante, la caricaturesca retórica corporal del tirano.
En su artesanía actoral nos propone una deconstrucción del discurso fascista.
En tanto, con el barbero judío tenemos al Chaplin clásico. Aborda una composición con bastante de pantomima y cadencia circense (el personaje casi no habla). Comedia física o de enredos, en esta dimensión del argumento nos topamos con una sátira de las persecuciones de los judíos en manos de la GESTAPO y una confusión de los límites entre la farsa y lo trágico.
La puesta en escena precisa, el ritmo dramático, la narrativa económica y la música no como complemento sino como nueva dimensión de la imagen (herencia de su cine anterior, mudo); ese todo nos muestra a un Chaplin en sus cumbres. Un Chaplin que logra, mediante una síntesis de sus recursos cinematográficos, una obra audaz y sumamente crítica del nacionalsocialismo; y, en lo profundo, de los poderes dictatoriales en general.
Recordemos el año de la pieza: 1940.
En aquel entonces no era políticamente correcto cuestionar al nazismo. Y, menos aún, mofarse como Chaplin lo hacía, con tal desparpajo y convicción.
“El Gran Dictador”, como espectadores, como ciudadanos de un mundo en guerra (ayer, hoy), nos interpela allí, en la difusa frontera entre el horror y la comedia.
Nos sorprende un Chaplin humano construyendo su manifiesto contra el poder.
Recordemos la última secuencia:
Carlitos abandona su máscara Hynkel y nos brinda ese inolvidable y visceral discurso a favor de la democracia, la libertad y la paz.
Estemos o no de acuerdo con el contenido ideológico de la película, la línea general de acción - reafirmada por el final - es clara y no padece enfermedades o miserias políticas (más bien, las devela).
La reflexión inspirada alienta: en tiempos de complacencia y resignación - como los nuestros -, la actitud de Chaplin no deja de ser estimulante y admirable.


LA VIDA ES BELLA

En La vida es bella (1997), Benigni nos propone una perspectiva singular y polémica para el nazismo: Un padre y su hijo en un campo de concentración.
Desde su ingreso al sitio del espanto, Guido, un italiano de cuarenta años (Benigni), le oculta a su hijo - Josué - el horror en el que se encuentran sumergidos.
Transforma, así, el escenario trágico en un juego.
El holocausto se convierte, a los ojos del niño - y del espectador -, en una divertida competencia en la cual se deben sumar puntos para ganar un tanque.
Surgen, de entrada, algunas dudas:
¿Cómo logra convencernos la película, así como Guido a Josué, de que la vida, a pesar de todo, resulta bella? ¿Lo logra?
Por lo pronto, la obra está estructurada en dos partes.
En la primera, Guido conoce a Dora, a quien conquistará con encanto y esmero para después formar una familia.
En este primer bloque, el film explora un tono de comedia romántica, con algunos clichés propios del género y secuencias que pretenden conmover e identificarnos con sus personajes. Concepción preparatoria del nudo gordiano de la obra, el “primer acto” de La vida es bella nos presenta un universo humano que invita a mirar (sentir) desde las emociones.
En el segundo bloque, se produce una modulación de dicho tono y nos metemos, gradualmente, en el horror - aunque sin abandonar del todo el humor.
El clima de fascismo ya había sido anunciado en una secuencia paradigmática (pintan el caballo del tío de Guido con un mensaje antisemita).
La comedia da lugar a la tragedia.
En todo momento (y sobre todo en la segunda parte) se hace difícil sustraerse al encanto interpretativo de Begnini. Pero resulta necesario separarse del aura emocional inducida por el montaje y el lenguaje del film, para pensar ciertas cuestiones de fondo relativas a la axiología propuesta por la película. Por ejemplo:
¿El ser padre debe prevalecer al ser judío?
¿Puede la supervivencia individual estar por sobre la colectiva? En tanto, Guido se focaliza en la salvación de su hijo y desatiende lo que sucede a sus compañeros.
Si a la puesta en escena, la interpretación y el guión consignados desde personajes unidimensionales, con escasez de matices y pocas contradicciones internas, le sumamos un final triunfalista y “feliz”; tal vez podamos responder sin dudas a estas cuestiones.
Pero no es tan fácil ni sencillo el asunto.
La película no pretende hacer revisionismo histórico sino conmover, emocionar y contar una historia del holocausto desde un punto de vista diferente. Desde allí, lo logra con contundencia.
Ahora bien, ¿es o no es legítimo este objetivo?: ¿Hay que reírse y emocionarse con el holocausto?
¿La vida es bella?
Que decida el espectador.


EL DICTADOR EN INTERNET

Final de El Gran Dictador. Discurso sobre la libertad y la paz.
http://www.youtube.com/watch?v=3cFTJ9q5ztk&feature=related

Discurso de Hitler a las juventudes alemanas.
http://www.youtube.com/watch?v=3VRv8id8Wjs&feature=related

Escena del Globo terráqueo. Hynkel jugando con el mundo.
http://www.youtube.com/watch?v=3ufGTd1Hpfg&translated=1

sábado, 14 de noviembre de 2009

Un pedazo de oro turbio entre tus manos,
escama en la almendra
y la luz de los relojes
calentándose
tu vientre la caldera y el agua de los meses
corazón
y derrame en la cruz
de los ojos

un gran ojo, cíclope
que mira
desde la forma de una camilla
la reforma de un reflejo
de luna
en las horquillas
¿dónde iremos a parar entre tanta pasión, mientras el perro
de tres cabezas ladra
su responso en la lejanía?

Trozos de ceniza y trozos de culpas y pergaminos
en trozos donde el amor inscribe
su elegía,

¿alguna vez supiste besar la boca del río
sin sentir la desesperación,
sin la ansiedad del ocaso
al galope, al galope de un jinete ebrio?

Río, cuenca, pendiente y me río
porque te tengo
aún si arde la jirafa, fuego y piel,
en la escena de los pezones
y los dientes tiernos,

yo también fui niño encarcelado
en libertad
un ojo sobre genitales y una risa
de ensueño por tu gracia

sábado, 7 de noviembre de 2009

MEDIODÍA DE LLUVIA

Muerde vehemente el pan sin importarle las migas por la costa de sus labios o los restos de mayonesa en la pera o las gotas de sudor lentas y apenas sobre sus cejas.
Sube los vidrios de la ventanilla, más calmo. Más calmo porque acaba de dar el mordisco, calmar el hambre y ahora aísla el sonido del tráfico, los motores, los bocinazos. Y ahora, en el ahora inmediatamente después, tranquilo, abre la coca y da un sorbo largo, lento. Profundo. Efervescencia de las burbujas dentro de su boca. Ciertas migas o algún pedazo de piel de salchicha en las esquinas de su dentadura se empapan del líquido, humedeciéndose. Traga. Traga, mientras el chasquido apagado de los truenos alcanza sus oídos.
La trituración de sus dientes. El frotamiento de sus manos; un sereno frotamiento. Lleva unas servilletas a su boca y se limpia, se limpia, se limpia; se limpia, a veces vehemente y come; calma su impulso, bebe y tranquilo se vuelve a limpiar.
Está por llover.
Y la ironía no tardará en caer de la boca de su hija.
- Llueve porque te dignaste a encontrarte conmigo - mientras, revolverá la taza del cortado (que ella pagará).
El aire de un mediodía de primavera pesada se adhiere a los vidrios del auto y los empaña.
No pensará jamás en el misterio de las cosas, en el secreto de la lluvia, de las nubes, de su propio cuerpo adherido al asiento si no se encontrara con ella, con Maribel, dentro de veinte minutos.
- ¿Cuándo vas a dejar el taxi, papá? - le diría ella y él se distraería por su mirada. Una mirada esponjosa y la gestualidad en cámara lenta: ceja arqueada para expresar resignación, juego de labios para encerrar una duda. Y los ademanes por el aire; la mano derecha acentúa una idea, los dedos, la mano izquierda contra la palma de la derecha y el cruzamiento de ambas manos con los ojos abiertos, marrones, las pupilas expandidas. Signos de inquietud, extrañeza. Él se distraería con la ropa de Maribel, con su saco azul de tela delicada, su cuello perfumado y el tatuaje ínfimo cerca de la nuca y casi siempre tapado por el pelo castaño, grueso y lacio.
Aunque la lluvia parece inminente.
El tatuaje de Maribel siempre lo distrae, piensa. Única marca de su adolescencia tempestuosa en su adultez estable de madre y mujer empleada. Su mujer solía reprocharle la permisividad ante el tema de ese tatuaje.
- Este tatuaje de mierda no lo puedo tapar con nada - le diría, dentro de minutos, Maribel y tomaría su cortado (que ella pagaría).
El café donde se van a encontrar queda dentro de una estación de servicio. Él lo elije porque siempre se toma un descansito ahí. Almuerza, a veces para el taxi a la vuelta y se echa a dormir un rato. Ahora acaba de terminar un pancho y una coca y espera. Le gusta ese café porque tiene olor a café caliente y las paredes y las mesas son blancas y hace calor. El olor a nafta no llega. El olor a smog y a ciudad, tampoco. El café de la estación también tiene la virtud de estar casi siempre vacío. Se pueden apreciar cosas sin importancia: por ejemplo, el motor de una cafetera y el humo, el rumor de la televisión prendida y muda. Y quienes atienden, chicos y chicas jóvenes, se mueven, se deslizan con aplomo. Como si no hubiera tiempo o urgencia y la última importancia estuviera en caminar, acomodar alguna estantería del pequeño quiosco interno, dar cambio a los clientes sin prisa, susurrar un “gracias” o un “hasta luego”.
Otro chasquido de truenos y las primeras gotas en el vidrio delantero.
La lluvia crece.
Él pone el auto en marcha y acciona el parabrisas.
Crece en la consistencia de las gotas gruesas, redondas y pesadas.
Crece en el ritmo de la caída.
Una gota y otra; otra y otra.
El relámpago y su estallido se suspenden en una duración, pero las gotas crecen también en cantidad, se achican, se multiplican. El parabrisas amortigua el golpe.
“Paf”.
El parabrisas, mientras amortigua el golpe, contrae el sonido del impacto y lo hace breve.
- Me gusta manejar el taxi - le diría él y acariciaría las paredes del vaso de agua que tomaría (y pagaría él, su parte). Tomaría una servilleta y limpiaría la transpiración del vaso, como es su costumbre. La consistencia húmeda del vidrio mojado le impulsaba el acto reflejo de secarlo. Maribel miraría el acto y se ruborizaría. Le confesaría que ella heredó esa obsesión por secar lo húmedo (y tal vez Maribel pensaría, pensaría él, en el cuerpo sudado de su futuro marido, el cuerpo atlético, bien dotado de su futuro marido; cuerpo que ella sabría limpiar, pensaría él, o enjabonar en las duchas románticas o secar luego de los arduos partidos de rugby).
Después de todo, algo parecido a ese ritual era la reunión: debería comunicarle a él, con el marco necesario, que, de ahora en adelante, las enjabonadas románticas, las cenas tras los partidos de rugby y las limpiezas serían bajo el contrato del matrimonio.
“Juntémonos a tomar un café, papá. Quiero contarte algo”, días atrás lo sorprendió el mensaje de voz en su celular.
Se casa, pensó apenas cortaba y respondía con un mensaje de texto: “En el bar de la estación de servicio, mañana a la una.”
Y pasó la noche sin dormir. Su mujer le había dicho algo alguna mañana atrás, en medio de un reproche, algo como tu hija se casa y vos ni siquiera conocés al chico. Él no había prestado atención y estaba, en la noche calurosa, tratando de descifrar el enigma de su hija, de su relación impenetrable, de sus decisiones incomprensibles. Los ronquidos de su mujer y la ventana abierta no ayudaban. Tampoco el aleteo lento del ventilador que envolvía de aire ardiente la habitación a oscuras.
En esa noche pensó en fumar.
Y, luego de dar algunas vueltas, se levantó y fue a la cocina. Lo hizo descalzo para refrescar sus pies. El piso de su casa siempre frío. Llegó a la cocina y abrió la heladera, sacó una botellita de cerveza y la destapó. La espuma empezó a rebalsar y bañó el cuerpo de la botella, así como la mano de él que la sostenía. Chupó la espuma. La saboreó; su gusto duro pero ligero, su temperatura helada pero aliviante. De dos sorbos se acabó el contenido y sigiloso se acercó al living, al balconcito donde la noche, caliente y pesada, llegaba con restos de luz de luna.
Salió y miró el cielo; azul, brillante, repleto de estrellas temblorosas y sin nubes. Las constelaciones a la vista. Pensó que era imposible una lluvia por mucho tiempo.
Y ahora la lluvia crece.
- Así que te casás…
- Me gustaría - le diría Maribel, a punto de terminar su cortado - que conozcas a Pedro.
No hay señales de que la lluvia merme. El parabrisas hace su trabajo, dificultoso. Paf. Lidia con mucha agua y él, de repente, descubre la comedia en las calles desde adentro del auto. Las corridas, los paraguas. Los charcos en las esquinas. Algunos tronidos feroces y la gente, chicos, mujeres, ancianos, jóvenes, tapándose como pueden de la tormenta. Un sopor, una sensación dulce de sueño lo empieza a atravesar y la imagen de la vigilia se desvaneces suave, cortándose tal cual esos trozos de carne tierna y cocida se deshacen en la boca ante la más mínima trituración del diente; o tal cual la secuencia de una película, después de un clímax de alto calibre emocional, funde a negro con música de cuerdas y acordes agradables.


Lo despertó un mensaje de texto de su hija.
“Te esperé media hora. Me voy”.
Ya no llovía. Recién empezaba a oscurecer en la ciudad y un policía le golpeaba el vidrio.