miércoles, 23 de marzo de 2011

Parusía

Un médico se lo dijo con cierta indiferencia. Trató de aliviar su mensaje con un movimiento de manos, una suerte de caricia al aire. Aunque Patricia debía simular interés: el doctor le acababa de decir que estaba enferma. Y grave. Enferma y grave. Y que iba a morir. Eso.

Días después tuvo una recaída. Recostó su cuerpito de treinta y cuatro años sobre la cama. Sólo un espejo arrinconado registraba sus ojos a chispazos, sus pupilas, su cara verde por la luz impalpable. Horas atrás, cuando le extrajeron sangre, le hablaron de los cincuenta años simbólicos de sus venas (“uno tiene la edad de sus venas”). Algún restito de sarcasmo quedaba en sus labios, levemente apretados. En fin, de repente, nostálgicas o estridentes, ellas - las enfermeras - que la tenían en silencio, ávidas de suero. Silencio con el que Patricia recibió las condolencias de sus padres, tíos, hermanos, sobrinos y primos. Todo un corso de desconocidos, de fantasmas balbuceantes emergidos de la oscuridad de las fiestas, cumpleaños, celebraciones. Patricia los intuía felices. Felices por su pronto deceso, por la alegría de venerar su cadáver alrededor de velas, curas, macitas con té. Y ella también era feliz por descubrir el rastro de esos cortejos de hipocresía. Siempre callada, siempre deferente.

Ni bien se recuperó, volvió a su casa en Flores y decidió agudizar la ironía de su situación. Consiguió un arpa y la estudió y la tocó. Desarrolló una digitación rudimentaria, que le alcanzó para interpretar unas piezas. Se instaló en la calle Florida con una gorra. Empezó: una tarde, otra tarde, otra. En el atril, partituras ilegibles. En la peatonal, postales obvias, cielos, lunas, transeúntes múltiples.

Habría que decir algo de sus ojos azules, limpios. Y su piel escamada. Y las extrañas canas, nieves y tiempo del ser. Y habría que referir asuntos callejeros. En fin, Patricia se enteró de una verdad a voces: la calle no es moco de pavo. Cada espacio es una lucha. El territorio se gana con el cuerpo, con la prisa y la palabra. Y habría que hablar de la policía o de los dementes que una vez la escupieron. Y habría que decir: eso no es cosa menor, no es. Y también: Érase una vez. Eso.

Pero mejor es nombrar una de esas tardes.

Una tarde donde despuntaba el verano. En las plazas se asaban pollos humanos al calor del sol. Y Patricia sudaba la gorda entre arpegios. Entonces, se le acercó un hombre discreto. Pelo larguísimo, ojos de brillito pícaro. Le pidió por favor si no podían conversar un segundo.

Le comentó por lo bajo: soy el Diablo, señorita.

Patricia dijo bingo. Y pensó: ya aprendí a tocar el arpa. ¿Nos metemos a conversar debajo de un árbol? No creo que sea conveniente en esta peatonal.

Fueron hasta una plaza. Satanás miró, herido de nostalgia, las rejas, los carteles del gobierno de la ciudad con su amarillo insoportable. Parece que los humanos se sienten seguros en cárceles, dijo solemne.

Patricia volvió a decir bingo. Ahora el Diablo viene a iluminarme con sus grandes reflexiones.

Satanás la miró con ojos pícaros, ensombrecidos. Le indicó sentarse en un banco resguardado del sol. Mirá, Patricia, probablemente dentro de poco se largue una tormenta. Ya sabés: nubes, choques eléctricos, etcétera. Si el cosmos no cumple con sus rituales, se siente a la deriva.

¿Ese no serás vos?, le dijo Patricia y acomodó el arpa enfundada entre sus piernas. Sus mejillas, rozagantes, se encendían bajo la mirada de Lucifer.

Che, ¿Dios tiene forma humana?

Satanás palmeó a Patricia. No vengo a responder nada. Vengo a decirte, le dijo, un par de cosas antes de que las nubes choquen y la lluvia me rompa la paciencia. Escuchá bien: al universo no le importa nada, ¿entendiste? Las órbitas de los planetas y las estrellas no influyen en tu ánimo (y sí un mosquito que te pica en la noche). El alma no existe (y todo lo demás tampoco, vos me entendés). Nadie se conoce y no conoce ni de cerca a nadie. Hay una conspiración del Olvido (vamos, no existe otra verdad, a mí no me jodan). La muerte no es una mujer, no y no. Y sí, que estés viva es una casualidad (que mueras también, aunque parezca lo contrario). Pará, dejame decirte algo más: hay azar, azar por todos lados (y ésa sería la mejor noticia de todas). Ah, pareciera como si una neblina lo disolviera todo, ¿viste? Y no, mirá vos: sólo es una picazón de ojos.

Patricia se rió con ganas. El Diablo le caía muy bien. Cuando quiso decirle algo, ya había desaparecido. El humito se fundía como polvo de tierra entre rocas. La primera reacción de Patricia fue mirar al cielo. Lucifer se había equivocado: cielo a puro celeste. Las supuestas nubes de lluvia tejían su ausencia en las palabras del Enemigo. Y ninguna aureola mágica rodeaba la plaza. Hombres, mujeres y perros asándose al calor como pollos.

Patricia volvió a la peatonal y empezó a tocar. Y habría que decir: Patricia siguió tocando.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Canción

La luz baja...
la vereda de este día se agotó.
Hay resabios
de una página que no se escribirá.
Hay espejos
del crepúsculo en los autos y un balcón.
Hay soledad, hay confusión...

En la esquina
cuatro lúmpenes derraman su vino.
En un rincón
un hermoso loco grita: "a la revolución".
Y en la plaza
un imbécil pone vallas al amor.
Conformidad y rebelión.

Sopla un viento por el centro,
un aire ceniciento se cierne por acá...
Suelta la brisa su balada
de bares y escapadas,
puteros y amistad.

Nuevas luces
de una noche que no agota su canción.
Viejas flores
de un destino entre basura y redención.
Hay pobreza
en las cuevas de este cielo ya sin voz.
Hay realidad, hay ilusión...

Buenos Aires
por crearte del misterio una vez más
canto y grito
y apuñalo este desgarro en tu amor.
Inventarte
es el sueño que disipa mi dolor,
este dolor que huele a vos.

Sopla un viento por el centro,
un aire ceniciento se cierne por acá...
Suelta la brisa su balada
de bares y escapadas,
puteros y libertad.