jueves, 28 de mayo de 2009

EL TREN DE LA PUTA VIDA

Desperté después de un sueño tranquilo. Miré por la ventanilla: el tren cruzaba Devoto.
Pasajeros silenciosos apenas iluminados, dos guardias de expresión soñolienta, tres viejas en harapos entre basura y colchones rotos y un raído perro en su sueño: la estación estaba desolada
En mi conciencia latían los flojos rumores del motor, la risa de una nenita y la voz de un pregón ambulante.
Me sentía relajado.
Muchos viajes, muchas corridas. Muchos desencuentros: un sábado agotador.
Por lo menos en ese entonces, querido Diego, sentí que la cosa terminaba y sólo quedaba llegar a casa, besar a mi esposa, comer y dormir.
Pensaba en eso cuando recordé, en el tren (como te decía, ¿no?), la cara de una chica.
No, te miento.
Yo no recordé: fue el recuerdo quien me invadió.
Recordé sus ojos negros. Desesperados. Sus ojos que me miraban con ansia y terror.
El tren arrancó.
Después, recordé su boca delgada, su cuello pálido y largo cruzado por las puntas de su oscuro pelo.
Minutos atrás, la había visto entredormido, cuando el tren cruzaba otra estación. Mi cabeza golpeaba contra la ventanilla y, al despertar por momentos, contemplaba su imagen melancólica y desesperante.
Interrupción:
Una vibración en mi bolsillo interrumpió el recuerdo.
Sí, adivinaste, Dieguito. La vibración de un celular.
Vos sabés, dejé de usar celulares hace mucho. De vez en cuando llevo el de Paula por las dudas (cualquier eventualidad, ¿no?).
Entonces, saqué el aparato de mi bolsillo. Supuse que se trataba de una eventualidad.
Vi en efecto un teléfono negro, un celular digital último modelo, que sonó con insoportable estruendo tras vibrar segundos. Miré la pantalla. Decía: "número desconocido".
Algo esencial:
No me podía explicar por qué tenía ese teléfono en mi bolsillo. Hice memoria. Por una milésima de instante consideré la posibilidad de haberlo tomado del piso. Quedándome dormido tan en profundidad, podría haberme olvidado del "suceso".
Imposible.
En fin, pensé, me lo pusieron.
Eso, claro, podía ser más probable. Pero ¿cómo? ¿Quién, en todo caso?
Nunca me duermo tan profundo en los trenes. Es más: cualquier ruido me despierta.
El maldito teléfono empezó a sonar de nuevo.
Primero, la vibración.
Luego, el timbre insoportable.
Esta vez me decidí a atender. Terrible, terrible era la curiosidad.
Escuché una voz áspera, entrecortada, del otro lado.
Aullaba:
"Ya sé quien sos, pedazo de hijo de mil putas, sé quién sos y no... no te hagas el boludo."
"¿Quién habla?", interrumpí.
"No te hagas el pelotudo... mirá: te vas a bajar en Chacarita,
en Chacarita, ¿me escuchás, pelotudo?, te bajás ahí y vas hasta Coronel Puldo y Scalabrini Ortíz, te vas a… que tomar un taxi porque tenés que venir rápido, eh... Coronel Puldo es un pasaje, está justo a la altura del mil doscientos... de Scalabrini Ortíz."
Luego siguió insultándome y daba indicaciones- cada vez más incomprensibles- de calles, de cruces, de barrios. Después, volvía a insultarme y a amenazarme.
Te confieso, Diego: no tuve miedo. Para nada. La situación me dejaba, sobre todo, perplejo. El matón era de cuarta: casi no podía articular una frase. Incluso, me pareció hasta un poco grotesco. Y, bueno, lo del celular... eso sí fue raro. No podía dejar de preguntarme cómo había llegado a mi bolsillo y qué carajo era una eventualidad.
En fin, pasé la estación Chacarita (yo seguía en el tren, ¿no?) decidido por supuesto a no hacer nada.
La situación olía a trampa..., o a broma,... Pero, ¿quién podía idear semejante “broma”? Mis amigos no se caracterizan por tramar chistes de ese género. Vos los conocés.
Te decía. Me bajé en Retiro. Fui a uno de los baños, uno de esos baños opresivos con una especie de neblina dura en el aire. El olor del meo mezclado con desodorante de ambiente y lavandina. Los jabones deshaciéndose entre las manos sucias o no. El papel higiénico de textura rugosa, abundante entre los pisos y el inodoro.
Me miré en el espejo y no sé por qué, comencé a sentir un temblor en el pecho.
Detrás de mi imagen cansada, detrás de mis ojos azules y lívidos y de mi pelo ensortijado y de mi cara recién salida de un sueño, se proyectaba el rostro de un anciano. Un anciano triste. Un anciano que llevaba un pañuelo desvencijado en el cuello y hacía muecas con su boca.
Más atrás, más atrás todavía, otro hombre manipulaba un escobillón. Tenía un traje naranja a rayas y una expresión muda. Sus movimientos sordos parecían resbalarse entre la humedad del suelo.
Me mojé el pelo y salí.
Uno piensa que se conoce. Digo: tenemos certezas, certezas inflexibles, las cuales, suponemos, nos ordenan los actos, certezas que, ante cualquier eventualidad (un celular misterioso, un recuerdo, ¿no?) nos dan la seguridad de saber cómo actuar. Esa serie de certezas (claro, más tarde descubrimos: esas certezas son en verdad la baranda a la cual nos aferramos para no caer en el caos del mundo y ser devorados por el famoso río o fuego, la puta vida como quien dice), esa serie de certezas, (decía, ¿no?) convierten nuestros comportamientos en previsibles y sensatos.
(¡Sensatos, ja! Mirame ahora, en esta cama mugrienta, Diego, dentro de este hospital. ¡Medicado hasta las pelotas! ¡Comiendo trozos de pan húmedo y sopas heladas! ¡Con esta puta mañana púrpura que desfallece, cada noche, en la orilla de mi cama! ¡Ah, locas lucecitas! Querido Diego, mirame. A mí. Yo. ¿Yo? Y uno creía en las "certezas", en un supuesto funcionamiento de las cosas y aún...)
Perdón. Salí de la estación, como te decía, y tomé un taxi. Indiqué: “Hasta Coronel Puldo y Scalabrini Ortiz”.
Esa bruma asfixiante en mi pecho, las caras del baño, el escobillón. Todo me golpeó.
(Las certezas se derrumbaron ante el temblor del cuerpo.)
Decidí hacerlo. Ya nada me ataba a nada. Librado me lanzaba. A nada.
Luego de interminables vueltas hasta dar con el pasaje, llegamos.
En Coronel Puldo había edificios bajos de fachadas antiguas. Imaginaba, dentro, largas y pesadas escaleras. Imaginaba, adentro, pasillos angostos, caminos circulares y altos techos agrandados por la atmósfera crepuscular.
Pero, por fuera, el barrio parecía sumergirse en otro barrio, un barrio de otro tiempo, desértico.
El atardecer, en sus calles, llegaba con fuerza. Los matices de luz contrastaban con potencia y la oscuridad crecía muy de a poco entre la vereda y los poquitos árboles.
Pagué el taxi y caminé hasta la esquina. De lejos, se entreveían en la penumbra cuatro siluetas humanas en movimiento.
Al acercarme empecé a distinguirlas: una mujer alta (percibía el pelo largo también), tres hombres (la contextura física me lo aseguraba y quizá también la brusquedad de sus maneras).
La esquina terminaba contra una vía. Los alambrados brillaban en la ya mencionada penumbra. Las enredaderas abundantes parecían, a la distancia, crecer y ramificarse.
El temblor desapareció y una extraña certeza me invadió. (Hablo, claro, de otra certeza, podría decirte, la certeza de la incertidumbre, la certeza que nos llega después de abandonar las vagas certezas que nos amurallan. Supongo, se trata de asimilar el caos del mundo, ese fuego o río, ¡puta, puta vida!, ¿no?, asimilarlo y entender, mejor dicho, sentir esa nada atándonos a nada y estamos entonces librados y tal vez podamos ser parte del torbellino de las cosas. El tren, ¿no?)
(Hablo, claro, de ese otro tipo de certeza.)
Caminé a paso firme y la vi.
Sobresalía de la penumbra: los ojos negros, desesperados, que me habían mirado en el tren. Ojos intensificados por un rayo azul cruzándolos. Me miraban, otra vez. Otra vez desesperados. Relumbraban en lágrimas –lloraban, sí - y, poco a poco, el sonido intolerable de ese llanto, un llanto de queja y desazón, creció en mis tímpanos. A sus costados, los brazos de tres hombres conteniéndola.
Ellos gritaban y me señalaban.
Se me abalanzaron de golpe. Aullaban: "¡es él, es él!". Al principio no los reconocí. Luego me percaté.
Recordé a un hombre que también estaba en el tren, al lado de la chica. Uno de ellos era ése, el mismo. Se trataba de un hombre alto, aunque escuálido y pelado. Me miró con ojos trémulos y me acorraló contra la pared.
Desconcertado, reconocí a los otros: el hombre de traje naranja a rayas y el anciano triste. Aquellos que me crucé en el baño, ahora me miraban con furia, como si su presencia hubiese estado más que calculada. Como si nada hubiera sido casual.
El pelado los alejó. En diagonal brillaban los metales del alambre; a mi costado, las súplicas de la chica.
Puso una navaja contra mi cuello. El frío del filo me calentó el pecho. Volvía el temblor.
- Hijo de re mil puta - su voz no era la del teléfono. Se escuchaba segura y violenta. Su aliento me dio arcadas.
Sentía (ya no sólo escuchaba, sino sentía) llorar a la chica. Los otros dos la golpeaban y le tapaban la boca.
Me invadió tal indignación por su desamparo, que una fuerza inusitada me apabulló y, con destreza, quité la navaja y apreté la muñeca del hombre.
Los otros dos me abordaron y empezaron a darme rodillazos en las costillas.
El pelado, desde el piso, los detuvo en un grito.
- ¡Déjenlo, carajo! - Se acercó y volvió a clavarme su mirada trémula - Esto lo vamos a arreglar con un mano a mano. Encárguense de la puta de mierda, ésa.
Yo estaba mareado. Las palabras me llegaban por un túnel de estruendos.
La chica de ojos negros siguió con sus gritos. El pelado le pegó una trompada y la desmayó.
No sé cuándo empezó la pelea, Diego. Te puedo decir, sin embargo: lo golpeé tanto, tanto a ese hijo de puta. Le sangraron los labios y le hice temblar los puños. Tanto, tanto. Pensaba en esa chica y me venía sólo furia, furia. (Mis golpes eran sentidos y provenían de esa certeza, de ese fondo de caos en mí dormido, de ese fuego o río (la p...)), y descargaban en los puños sus brasas, la espuma de su oleaje eléctrico, partiéndole la nariz, los ojos, las mejillas a ese imbécil de mierda. A ese imbécil con aroma a alcohol y pobreza y delincuencia.
Lo golpeé, de repente, contra el piso, le apreté la nuca con una mano y con la otra lo despedacé contra la vereda empapada de su sangre.
Y de repente sentí clavárseme un cuchillo en la espalda. El filo penetró con el empuje desesperado de una mano. Apenas moví mis brazos y el cuchillo volvió a clavarse dos, no, tres veces. Cuatro.
Vi la sombra de ella en la pared: sus manos soltaban el cuchillo.
El cuchillo cayó. Lento. Escuché su golpe contra el suelo.
Mientras, lento, me desplomaba al costado del hombre.
Sentí el frío - el calor - de la vereda y me desmayé.
Ella me había apuñalado.


(Supongo escribirás sobre esto. Los escritores aman estas crónicas despiadadas, estas historias de traición, mujeres y sangre.
Supongo a la vez que lo harás en un cuento.
En un cuento, todos los sucesos simulan tener una razón de ser. Y, en los finales, sobre todo en los finales, las cosas se aclaran, ¿no? Se cierran en un círculo.
En esta agonía, en este hospital monótono - todo hospital es monótono -, te diré: muchas veces pensé que mi historia y mi vida completa podían regirse por las convenciones de un cuento.
¿Cuál fue la razón de estos sucesos que te narré?, me preguntaba. ¿Cómo llegó mi vida hasta ese desenlace tan extraño?, me pregunto y pregunto.
Te ahorro especulaciones, Diego. No hay por qué.
Esas puñaladas, ese celular en mi bolsillo, la eventualidad, la esquina, la pelea, el tren, los hombres del baño, el alambrado resplandeciente.
Arrojados al caos. Cualquier posición que tomemos en él, responde a su ley inflexible. Acordate del fuego o del río.
“La puta vida”.
Claro, también pensé en encerrar en un orden posible los sucesos.
De paso, en líneas generales, te lo comento. Quizá así puedas darle verosimilitud a tu historia (descuento que lo vas a escribir, ¿no?).
Ella, la mujer de ojos negros, engañó a su novio. Engañó al pelado.
Un conocido la vio con otro hombre más de una vez.
El pelado se entera y se enfurece. No la perdona. La tortura, día tras día. La golpea. Le reprocha su traición.
La mujer teme por su vida.
Una noche, en un tren, el pelado la amenaza. “Si no me decís quién fue, te juro que te mato, acá, ahora”, le dice por lo bajo.
Ella lo mira, muerta de miedo. Piensa: “No quiero morir”. Acto seguido me ve a mí, entredormido en un asiento. Fragua un plan.
Le dice al pelado: “Aunque no lo creas, fue con él. Ese hombre que está ahí. Con él te engañé. Se hace el boludo a propósito.”
El pelado, sereno, me observa. Espera que me duerma.
Cuando ya estoy dormido, pone el celular en mi bolsillo. Se mueve con tal cuidado que no me despierta.
Lo demás no necesita, Dieguito, de mucha vuelta.
El final podría ser feliz, incluso.
En Coronel Puldo y Scalabrini Ortiz, mientras yo peleo por la mujer de ojos negros y estoy por destrozar al pelado, ella descubre algo. Algo esencial y hermoso:
No lo quiere perder.
A pesar de todo, a pesar de haberlo engañado con cualquiera, no una, sino dos, tres – mil veces, quizá -, lo ama. Lo ama con desesperación.
Y no lo quiere perder.
Entonces me clava un cuchillo cuatro veces por la espalda y lo salva.
Con sus manos ensangrentadas lo abraza. Y le besa sus heridas.
La puta vida.)
Se desliza, instantánea, una sombra,
un pliegue de aguas nocturnas sobre el asfalto.
(Veo polvo, oscuridad, esquirlas.)

El humo que quisiera ser enloquecida fiebre
sólo vibra en pálidas luces, sólo flechas
de un dedo entre cortezas
y brasas.
(Huelo palos, destellos, ramas.)

Se contrae, se desborda, se desanima.
Una sombra que no proyecta,
una voz que no desliza.
(Veo grumo, papeles, pechos.)
Instantáneas de sombras:
formas, un bosque encendido,
instantes de humareda, vidrio,
deseos aciagos.
(Palpo sobras, modos, mantas.)

Y se contrae, se desborda y se quiebra
y se duerme, se obtura y se agobia.
Y mi voz, una sombra.

miércoles, 27 de mayo de 2009

EPIFANÍA Y OLVIDO

Cobijada de azul la luna
en el río de la plata.
Cerca, mi sombría nube ayuna
en la ola que rompe y delata
que todo pasa y nada perdura.
Lo arcaico no es la esencia
y, sin embargo, mi existencia
en la tierra cifra su aventura.
En estas aguas imagino
sumergir mi destino,
que es viento y ceniza y oro
y polvo negro de ningún tesoro.
Pronto seré epifanía y olvido,
el alivio de ser sin haber sido.
TEATRO

- ¿Dejar el pedazo de pan que enhebra el día?
(Entre mis dientes el sol es más grisáceo,
entre mis sienes el báculo más firme.)

- ¿Dónde se detuvo la dársena y quedaron los muñequitos?
(Eran muñequitos, sombras anunciándose,
enredaderas, ensueño,
telarañas, hormigas,
muñequitos que se sientan.)

Preguntaste abandonada al té de tus fantasmas.

- Una vez que rompan las luces del desahucio
(El desahucio se aproxima y corre las cortinas,
la vigilia con acento vegetal arremolina
una nube y se abanica.)
una vez que el insomnio sea una fiesta
y la fiebre una abundancia
quebrará un hilo de cielo en tus días.

Te respondí por donde entraba la espuma del café
en los recovecos del resplandor vidrioso,
la ciudad perforaba el invierno rojo
con su luna metálica
y empezaban al fin su ceremonia
los muñequitos
como tristes y eufóricos adolescentes
en la sombra del atardecer.

- ¡Cuando el insomnio sea una fiesta!
(Los muñequitos bailan en la sombra
del amanecer.)
ALICIA INEVITABLE

Alejandra:
Te tuve entre varios colores.
Adentro de nuestros muelles: desgarrados otoños.
La música, el pañuelo gris: afuera.
Un bosque donde otra niña soñaba su bosque.
¿Te tuve, Alejandra?
En secreto, entre roperos y picaportes.
La noche de luz nos cegaba de memoria.
"Del otro lado", decía el animal en silencio, "el río".
"Del otro lado", decía, "del jardín".
Inminencia de muerte y muñeca, lo sé - me repetía.
ATEÍSMO

"¿Qué pasó con Dios?" cantó el joven.
Entonces la palabra del mago se escurrió en arena.
Los relojes húmedos nacieron de la espuma.
La espuma brotó de los acantilados.
"Mío o mío", repitió, monótono, el canto.
Entonces se reunieron los magos.
Entonces el silencio era la piedra.
Y en la piedra joven, sales y segundos.

Todo fue memoria de caracolas vacías.
RIGORES

Ella bajó a las arenas. El mar dio las tres en un otoño de azules. No hubo albas, no hubo pies rojos. Sólo enlutadas, sumergidas, lluvias.
Ella invocó los fuegos.
Eran grises ramas. Su color: cítrico de luna.
Los nadies cantaron de los fondos.
"Vamos a inventarte un otoño".
Y cantaron.
"Voy a destruir mis frutas", gritó.
El mar rompe sus brasas.
"Voy a destruir mis frutas", volvió a gritar.
El mar rompe sus brazos.
Y cantaron.
El mar rompió adentro de lluvias porque ellos crearon - y cantaron.
El silencio.
Al fin cayeron.
Las horas se atraviesan a sí como saetas
y el poeta disuelve en su lengua

el tejido líquido del tiempo
sólo conjuros e incendio

sólo tocarte
para retorcer las cavernas

que la rata en sus labios crea
silencios espacios huecos absolutos vacíos negros

y ausencias en mármol
que traen el brillo del olvido,

cuando en tu nieve caía la fruta mordida
hecha trozos y agonías

te extrañé
y no pude dar con la piedra

de los abismos del azul
del oscuro dorado cielo que veo

mientras destruyo y dibujo tu penumbra en la penumbra
que abraza y abrasa los sólidos bloques

de la memoria.
RAMAS

En sus oscuros ojos, ella
se ocultaba de la verde noche.
Ocultaba, verde, en ojo y pupila.

Los negros árboles, ríos que avanzaban.

Un día, llevó en sus pies la frase
"ya no puedo
yo no puedo
ya no".
Era de noche.

Yo, la noche verde,
soy - era - sus ojos rojos
y sus oscuros árboles,
ríos, rojos pies.

Las negras pupilas llamaban: "ya no".

Un día llevé sus secretos
y la llevé, una vez sólo.
Era de noche.

Un día que no hubo noche
nos perdimos
y alguien muy inteligente
- digamos, una rama -
inventó el recuerdo y así fue todo.
MINUTO CERO

¿Dónde escapar cuando no hay persecuciones?

Dulce, agónica fruta
entre pies húmedos,
dulce, agónico latido de arena
entre cruces y relojes.

Te abandonan los fantasmas...

(Ya te abandonaron.)

Los sabrosos carceleros
probaron el chocolate
deshaciéndose en sus ombligos.

Y tomaron el té las sombras
y abrigaron de agua
tu luna.

Dulce, agónica memoria
de caracolas,
agónico látigo de nube,
de mar, pájaro y debajo.

¿Dónde?
(las cadenas, goce sin labios)
¿cuándo?
(te soltarán, cuerda roja.)

Pájaro de mar,
bajo latido,
humedad
de relojes,
manos cítricas...

¿A dónde ir, a quién buscar, por quién morir,
ahora que soy libre?

(Ya te abandonaron.)