domingo, 28 de junio de 2009

FUTUROS DESIERTOS

Comencé a amarte en una iluminación, durante el último verano. Fantasmas, panteones, olores y el beso precoz del incendio. Así la cosa.

Está claro. Todo es un engaño: somos la imagen de un dios en miniatura.

Y yo, como una mecha, te beso en la arena -¿te acordás?- y me dejo arrastrar por ese soplo, no sé si lo recordás, de aquella tarde.

Después de todo: fue en el último verano.

Entonces el mundo daba munición a sus criaturas: metales, pólvora, rosarios, bellas encuadernaciones y bellas fórmulas matemáticas. Y yo, futuro o desierto, me hice inmenso como un incendio para amarte una vez, la última vez: después no habría más veranos.

Era el último, te lo dije.

Comencé y aún no he terminado: todavía me guarda un talismán el secreto de las cortezas y de los pantanos. Pero, bueno, detengámonos: no quiero más municiones. Una frase hecha puede erigir una torre inhabitable.

Futuros desiertos.

miércoles, 10 de junio de 2009

CHARLY Y YO

Buenos Aires. Comienzos del dos mil.
Yo tenía quince años y poquito tiempo atrás, encerrado en la helada habitación del hermano de mi hermano (lo aclaro: no era mi hermano), descubría, entre una pila de compactos - y sobresaliendo en uno de sus bordes - un disco rojo de Serú Girán.
Un compilado de grandes éxitos.
Si tuviera que mis situar mis preferencias musicales en ese entonces, diría que, desde los trece, estaba fanatizado e hipnotizado con Queen.
La voz de Freedy, la viola virtuosa de May. Los arreglos vocales tipo gospel de la banda.
También Los Beatles, también los Beatles del Sargento Pimienta me interesaban.
Sobre todo, la experimentación estética, armónica y poética de unos tipos que ampliaban las fronteras de la música popular. Locos de flequillos cuya audacia los llevó a elevar a la categoría de obra de arte lo que, antes de ellos, era sólo una colección de canciones: el disco.
Tras Sargent Pepers, el disco pasaba a ser una obra de arte como La divina comedia o El aleph. Como El holandés errante o La flauta mágica. Esperando a Godot o La vida es sueño. Saturno devorando a un hijo o el mismísimo Guernica. La Naranja mecánica o La dolce vita.
Pues bien. Puse el disco rojo.
El frío de la habitación era, recuerdo, penetrante. Yo, en absoluta soledad, aguardaba al hermano de mi hermano - que no era mi hermano. Lo esperaba hacía horas en su cuarto. Y lo del disco, supuse, era una buena forma de matar el tiempo.
Me coloqué en las orejas unos enormes auriculares para no molestar a los habitantes de la casa.
Al azar sonó el track cinco.
“Anteojos negros de carey”, cantó con dulzura una voz. Unas armonías en un teclado me envolvieron de golpe. Todo se detuvo: el frío, mi adolescencia, el tiempo. Me envolvió una inspirada melodía de abierto fraseo. Una letra que contaba una particular historia en una secuencia poco lineal, como en video clip (Cinema Verité; la canción era del año 1982).
Me sedujo, a la vez, un narrador muy especial: “Él es Eva y ella Adán y yo estoy en cualquier planeta”. Pero esa música. Sobre todo esa música: la emulación de unas cuerdas - con delicados arreglos - programadas con sintetizadores. Voces en falsete octavando la primera voz. Y otra vez el narrador: “yo nací para mirar lo que pocos quieren ver”.
Los personajes: una chica tonta. Un imbécil, con un Mercedez Benz, caminando como Tarzán para seducir. Una playa (“como un ajedrez”): la locación.
Un puente musical a la altura de cualquier clímax de cualquier orquesta clásica. Los sintetizadores-violines que armonizaban delicadezas melódicas. Diálogos entre voces, piano y teclados. Sutiles sonidos de ambiente, de viento para dar clima. Y el final de la pieza, perfecto, cinematográfico: “Cayeron los auriculares y los anteojos de carey… la luna baja los telones. Es de noche otra vez”.
En cinco minutos mi vida cambiaba para siempre. Exagero.
Aunque tal vez no.
Y a las pruebas me remito: empecé a escribir poesía, repetí de año, leí Shakespeare, estudié canto y algo de piano.
Eso mientras caía en las garras del señor García.
Su mundo musical, poético me atrapaba por completo.
Empecé, lógicamente, por pedirle ese compacto a Marquitos (el hermano de mi hermano), cuando llegaba, según recuerdo, tras estar con una chica en esa mítica fría noche.
Me lo prestó, en efecto, y, en efecto, lo escuché al día siguiente, ya en casa.
El primer track era nada menos que:
Canción de Alicia en el País.
Yo tenía quince años, repito.
No comprendía la atmósfera de tragedia latente en la fábula. Y, menos aún, daba en entender los recursos musicales.
¿Por qué esos acordes de cuarta suspendida? ¿Y el ostinato en la batería? Ese machacamiento, esa repetición, esa sensación de miedo, de encierro. Colchones de coros y teclados. ¿Por qué el bajo reforzando la obstinación rítmica? Las voces en falsete, la primera parte y la final como un canto silábico macabro e infantil. La ausencia de estribillo.
En fin: la música acompañaba una letra por debajo de la letra, claramente.
¿Qué jeroglífico presentaba Canción de Alicia en el país?
Mi hermano (y no su hermano) me dio la clave, alguna tarde después, en casa de papá.
- Esta canción habla de la dictadura militar - dijo, y amplió: - “El brujo es López Rega. La tortuga es Illia.”
Quedé en silencio.
Ante mi desconcierto, prosiguió:
- La tierra de nadie es Argentina - Y arriesgó: - Cuando dice: No cuentes que hay detrás de aquel espejo, no tendrás poder ni abogados ni testigos, significa: si decías algo de lo que pasaba… te hacían mierda, te hacían desaparecer.
- ¿Pero Charly no lo decía? - le dije a mi hermano - Charly no fue desaparecido. Y decía lo que no se podía decir.
Exacto: decía lo prohibido.
Y de manera críptica, alegórica, simbólica. De la única forma que se podía hacer.
Charly, con unas pelotas alucinantes, con una locura peligrosa, conjuraba una Argentina de plomo. Contaba y cantaba una tragedia nacional en lenguaje de fábula y de cuentito infantil.
Y la particular música respondía a ese jeroglífico: el de nuestro país en tiempos de sangre y terror.
Tremenda ironía: al revés de Alicia, que partía de lo real al absurdo; Charly partía de lo absurdo y llegaba a lo real.
“Se acabó ese juego que te hacía feliz”, sentenciaba, lapidario.
Mi adolescencia disciplinada, en tanto, se fulminaba para siempre en un torrente desenfrenado de música y poesía. Devoré todo Charly (sobre todo su época de Sui y Serú). A la par de otras delicias culinarias: Homero, Proust, Nietzsche. El alcohol, las drogas, las eternas pajas. Las primeras putas. Quince abriles.
¡Para no repetir de año!

Entonces el loco de García se juntó con Nito.
Volvía Sui con un disco que sólo años después disfruté: Sinfonías para adolescentes.
Me enteré, por una amiga, que los viejos irían a estar en un local de música de la calle Cabildo.
Iban a dar una conferencia de prensa y a tocar algo.
Allí estaba quien escribe, con el pelo larguísimo y las neuronas en dispersión, junto con un amigo y cientos de fanáticos.
Era una noche hermosa y cálida.
Acampábamos, imposibilitados de entrar al pequeño local: la prensa, los errantes adolescentes y algún adulto estrafalario.
Entonces, me hicieron una nota de un programa desconocido.
Yo era el cándido fan de Sui Generis.
- ¿Cuáles son tus temas preferidos? - preguntó el notero. La cámara se prendió enseguida.
- Tribulaciones, lamentos y ocaso de un tonto rey imaginario, o no - respondí con clara dicción -. Por la profundidad de su letra y la historia contada… También me gusta Cuando ya me empiece a quedar solo.
Veamos en detalle mi elección:
El tema que abría Confesiones de invierno y la parábola final del disco: Tribulaciones…
Los extremos de la cuerda, al parecer, tensionados por una fuerza poética y testimonial: la soledad.
La soledad de un artista: “Tendré los ojos muy lejos…”.
La soledad del poder: “Yo era rey”.
Soledad y decadencia personal: “Tendré un montón de diarios apilados y una flor cuidando mi p asado”.
Soledad y decadencia de un tonto rey arrasado por una revolución: “Y estoy desnudo, si quieren verme”.
Dos temas de indómita llama y cuidadosa armonización, en los extremos de una cuerda prodigiosa.
Dos temas interpretados con el estilo de Nito Mestre. Con su voz de vibrato ligero (¿cuántos en el rock pueden jactarse de tener tan, tan bello vibrato?). Con su timbre suave. Su dulzura, sus matices de tristeza y melancolía. La voz perfecta para narrar la soledad.
Charly García y la soledad: todo un tema.
El arte y la soledad: toda una cuestión.
El poder y la soledad. Otro tanto.
La soledad humana, la soledad metafísica.
Confesiones de invierno es, entre muchas cosas, nueve variaciones sobre la soledad: la soledad de los lunes (Lunes otra vez); la soledad de un hada (Un hada un cisne); la soledad del crecimiento y el desengaño (Rasguña las piedras); la soledad del invierno, el amor y la locura (Confesiones de invierno); la soledad de una familia disfuncional (Mister Jons); la soledad del “nunca me gustó la sociedad” de Aprendizaje; la soledad del abandono (Bienvenidos al tren).
Confesiones…, también, es un primer salto en la carrera de García de lo personal a lo político, de lo particular a lo universal: el ya mencionado Tribulaciones… resulta, no sólo el fin de la inocencia - cierre dialéctico preciso de la heraclitiana tensión de la soledad del disco -, sino el preámbulo a la tragedia política que llegaría pronto.
El adolescente poeta se inicia como joven cronista de una época.
¿Acaso faltaba, en el año 1973, mucho para la triple A y sus baños de sangre? ¿Y para Videla y compañía?
¡Revolución, revolución!,
cantaban las furiosas bestias.

La cosa es que no pudimos entrar al local.
Charly y Nito dieron su bendita conferencia.
Y se hizo la medianoche porteña.
Y los fanáticos empedernidos teníamos hambre de García.
Uno dijo: “Vamos a buscarlo a la casa”.
Y así fue.
Una trouppe de jóvenes bastante locos (en la acepción menos clínica del término), fuimos hasta Santa Fe y le pegamos derecho hasta Coronel Díaz.
Pasamos por Palermo, Godoy Cruz, Plaza Italia, Scalabrini Ortiz, Bulnes coreando los temas del ídolo.
Éste es el Aguante, hasta yo lo vi,
Éste es el Aguante, decimelo a mí.
Y yo recordaba ese disco que sólo disfruté años después.
Ese disco, El Aguante, era el segundo de la etapa Say No More.
¿Podía yo, a los quince años, comprender algo de la esencia Say no more?
No. Sólo después intuí algunos de sus radicales preceptos. Enumero:
* Vida y obra son la misma sola cosa.
* Lo que ves es lo que hay.
* Maravillización sonora: sobregrabaciones, collages furiosos, disonancias, caos, sonidos impuros, sucios.
* Autorreferencialidad. “Y si no te gusta, te podés matar”.
* Estética de la imperfección. Poética de lo accidental.
* Fin de la canción a lo García.
* Discos como máquinas
* Estética de lo fragmentario. Política de la provocación (¿dadaísmo?)
* Discos no terminados. Instrumentales psicodélicos.
* Recitales como ejercicios contra la nostalgia.
* No soy sino aquello que soy. Precepto griego: deviene lo que eres.
El disco Say No More es algo imposible de entender bajo los parámetros estéticos del rock y la música popular general.
Es Herzog, expresionismo, impresionismo, fragmentarismo, Kubrick, John Cage, automatismo psíquico.
Demasiado, demasiada exploración para un público y una prensa que pide Yendo de la cama al living o Piano bar, obras maestras con arreglos que buscan (y alcanzan) síntesis sonora, arreglos monofónicos. Distinto de la paleta gruesa con la que elabora sus discos más radicales, ricos en variadas texturas y rugosidades.
Pues, en Say no more, Charly - como Picasso en su etapa cubista - abandonaba la perspectiva y superpone planos, descompone las figuras, difumina el motivo y utilizaba armonías inusuales.
Ya no orquesta sus obras como discos, simplemente. Ahora su obra resultaba interdiscursiva: es cine, literatura, fotografía.
“Estoy haciendo películas, libros. La música se terminó”, dijo en una entrevista del 2007.
Faltan muchos años para comprender obras como El Aguante, Sinfonías para Adolescentes, Say no more, La hija de la lágrima, Kill Gil (descarto Influencia, disco que recupera, a su modo, la estructura de la canción y es tributario de un sonido más limpio o, más precisamente, menos impuro).
La supuesta decadencia de Charly como argumento causa gracia.
Hablar de una decadencia por nuestra incapacidad o por nuestra propia decadencia artística, es algo de lo cual Charly supo burlarse y, a mi modo de ver, salió bastante ileso.
Semejante construcción conceptual, musical, artística del noventa y cinco en adelante, lo ampara.

Llegamos, entonces, entrada la medianoche, a Coronel Díaz casi esquina Santa Fe. La casa de Charly.
Nuestro corazón latió con furia: en la puerta estaba estacionada una limousine.
El quía saldría en cualquier momento.
Nos sentamos, esperanzados, junto a unos fanáticos que estaban al acecho en la puerta del edificio.
Recuerdo una pareja de jovatones. Dos franceses un poco perdidos. Y un grupito de chicas cuya líder era pelada.
De repente, sale Charly. Alto, altísimo. Gigante. Un tipo de andar errático y aspecto desprolijo. Demasiado flaco. El pelo enmarañado. El bigote bicolor. Los dedos y la artrosis.
Sale disparado. Elude la limousine y lo persiguen, no sólo los fanáticos, sino unos tipos que lo protegen de algún eventual atropello automovilístico. Va de un lado para otro en medio de la calle. Los autos le pasan bastante cerca. Charly se caga de risa.
De repente, llama a una chica.
- Vos - dice -, la pelada, la pelada…
La chica, efectivamente, se acerca. Él le besa la cabeza y la abraza. La chica está emocionada. Llora. Como sus amigas.
El señor García se la lleva al séptimo piso, donde, según cuenta la leyenda, vive.
Quedamos todos estupefactos.
Las amigas de la pelada llaman por teléfono para contar el prodigio: la afortunada está, en ese preciso instante, con el genio de oído absoluto. Risas. Más llantos.
Pero el artista se encuentra en una de esas rabietas.
Caen, desde la ventana de su edificio: aerosoles, riñoneras (?), trapos, botellas de bebidas estallando contra el asfalto.
La pelada bajó, sola, con una expresión de desencanto inconsolable. El cuento de la Cenicienta duró unos minutos. La cara lo decía a las claras: “el merquero, sacado, me quiso coger”.
Charly y su público.
Charly y la vida pública: todo un tema.
Su estilo en ese terreno fue, como su obra, un reflejo (a veces paródico) de los estilos de la época. En los setenta adoptó la dimensión de la contracultura. Pelo largo, pantalones Oxford, remeras floreadas. Declaraciones cuidadosas. Fisic du rol de ídolo melancólico de las juventudes pacifistas. La guitarrita, el aire un tanto maldito.
Toda una imagen emblemática de una juventud que tuvo que crecer demasiado a la fuerza, a base de cañonazos y terrorismo de Estado.
A principios de los ochenta, pionero de un sello independiente, siguió por este camino casi de francotirador.
Luego, la democracia; luego, Nueva York y Clics modernos. Corte de pelo. Cambio de actitud. Abandono de la contracultura. Ropa moderna. Charly firma con un sello oficial. Y ya le empiezan a decir genio. Y ya se lo empieza a creer. Sus declaraciones se tornan problemáticas. A una obra polémica se le suma una actitud polémica. Sus apariciones públicas comienzan a transitar el derrotero del escándalo: bajada de pantalones, puteadas al público. Aunque no mucho, aún.
El look, por su parte, es un poco desenfrenado: pelo revuelto, desprolijidad, ojos de merquero, jeans rotosos, a veces camperas de cuero negras.
Charly, en los ochenta, es fundamentalmente un referente. El padre del Rock, lo llaman.
Pero, en los noventa y en la primera parte del dos mil, el ídolo se convierte en una cruel parodia.
La farandulización hace estragos en política: María Julia exhibe sus joyas en los programas de Moria; Menem interpreta pasos de tango y canta con Tinelli (De Narváez no inventó nada). Y Charly, que otrora parodió a la revista gente con La grasa de las capitales, sale en sus tapas, se divierte con Susana Giménez y brinda con “el” Carlos. Charly se faranduliza pero se divierte. Hace bromas respecto de sus internaciones por el tema de drogas y su condición de “famoso”. Insiste con esa palabra: “fama”.
Se sabe parte de un show macabro, el cual disfruta y sufre.
“La vida se parece, cada vez más, a un reality show”, declara en el 2007.
Destroza guitarras, abandona recitales. Caen en clínicas. Se recupera. Vuelve a caer. Se pelea con su hijo a cuchillazos. Se abandona. Una cámara lo filma perdido por la calle, farfullando incoherencias. Graba un disco que no sale.
Ni neurótico ni obsesivo ni histérico ni esquizoide, como le diagnosticaron cuando hizo la colimba. Más bien: héroe trágico, según el diagnóstico de Lacan: “Aislado, sin estructura y a la vanguardia”.
Hasta que la parodia devino fatalidad.
Durante el año pasado, tal vez demolió su último hotel: mientras planificaba hacer música bajo el agua y seguía regrabando Kill Gil, la foucaultiana medicina argentina diagnosticó neumonía, desnutrición y demás patologías.
Charly vuelve a Baires en avión sanitario.
Fin de la era Say no more. Fin del derrotero que se inicia en los noventa. Fin de las drogas duras: recuperación, desintoxiación y reintoxicación (ahora con drogas “buenas”).
Y ahí lo vimos en Luján: sedado, gordo, hinchado.
Reasimilado por el sistema y sus secuaces felices de “recuperar” a quien consideraban perdido para siemore.

Charly no salió jamás, en esa noche del 2000, de su casa.
Yo me agarré un aerosol del piso y, con mi amigo, nos fuimos a pintarrajear Buenos Aires. A pintarrajear las paredes con la pintura y las frases del maestro.
Yo que crecí con Videla.
¿Para quién canto yo, entonces?
Los amigos del barrio pueden desaparecer.
Si ellos son la patria, yo soy extranjero.
Ya no quiero criticar, sólo quiero ser un enfermero.
Nunca dejes de abrirte, no dejes de reírte, no te cubras de soledad.
Vivo a través de una ilusión, vivo en una casa vacía.
Esa navaja gris, te cortó la voz; se hizo cuchillo al fin.
Mama la libertad, siempre la llevarás dentro del corazón.

Cuando llegué a casa, a las cinco de la mañana, mi vieja estaba como loca. Claro, yo había desaparecido. Me buscaron por comisarías, por hospitales, etc. Y nada.
Yo anticipé que llegaría a las once de la noche. Y, al suceder mi llegada, ya despuntaba el alba, como quien dice.
Tras una cagada a pedos, me dormí pensando en todo.
En Cinema Verité, en Marcos y su fría habitación, en Charly, en el año del colegio que repetiría y, tal vez, en mi destino: el arte.

Entonces pasaron los años, las lecturas, los estudios, los amores, el sexo, el arte, el teatro, la filosofía, Astor Piazzolla, las poesías, los desengaños, las locuras, etc.
Y cada vez descubro cosas nuevas en la obra de Charly.
Y cada etapa de su obra configura un esquema imprevisible, una relación de superación dialéctica, de discontinuidades conflictivas, de excelencia artística, de búsqueda expresiva y estética sin límites.
El cambio como factor constante. La obvia paradoja, sin embargo, tan ardua de aplicar.
No me importa si Charly se fue al carajo con la merca, el faso, el ácido.
La complejidad filosófica de la creación poética descarta la hipótesis de si es mejor crear con drogas, sano o no sé.
Un artista es lo que es (valga la tautología) y nada más; es decir, responde a un todo: su locura, su miseria, su lucidez, su toxicidad y su sexualidad. Toda esa carne va a la parrilla y fulgura y estalla en su obra.
Y, así como la no-droga no garantiza nada, la droga sola (o sea, sin talento) menos. ¡Cuantos fumados o duros vemos dando lástima en los escenarios!
El arte es: trabajo, fuego, sentidos y razón. Para eso, el artista se prepara hora tras hora.
Charly es un investigador de la musicalidad de las cosas. De la musicalidad de la vida cotidiana. Busca en qué tonalidades están las bocinas de los autos. Explora qué tipo de intervalos hay en el sonido de las guerras. Deduce, a través de la melodía y el ritmo de una forma de caminar, de qué persona se trata.
Ya veremos qué sucederá cuando vuelva, tras su etapa de Luján.
Auguro nuevas canciones tal vez más clásicas. Mejor dicho: menos “Say no more”. Canciones de sonido más limpio, discos con programas menos vanguardistas.
O, tal vez, la tan ansiada síntesis, a veces rozada en Influencia o La hija de lágrima, de su etapa radical saynomoresca y sus décadas de creador de himnos.
Tal vez se vengan favorables sorpresas.
O quizá lo hayamos perdido para siempre entre sedantes y terapias.
Y, si así sucediere, no me importa: su obra es inagotable. Así como está.
Y, jamás dejará, por lo menos en mí, de recordarme la tremenda deuda simbólica que con ella tengo.
Porque es así: un verdadero artista no sólo te forma como artista, sino que te da una visión del universo irrepetible e imborrable.