miércoles, 11 de junio de 2014

Elogio del aburrimiento

Perder el tiempo: desde la era neolítica, no debe haber acción más noble. Quizá quienes mejor lo entendieron han sido los budistas y los chinos: el universo flota en la nada, y nosotros debemos aspirar a ese estado.
No obstante, a los occidentales nos cabe aquello que Nietzsche dijo acerca del pueblo judío: ante el dilema de ser o no ser, escogimos ser a cualquier precio. Y esa fue una fatalidad de la cual resultó imposible escapar: la ilusión de ser. Quizá el asunto empezó cuando el viejo cazador que fuimos escogió trabajar la tierra. Las economías productivas nacían: el cáncer del tiempo también. La imagen del hombre prehistórico, vagabundo y rapaz e inmerso en la total experiencia sensible, se trocó por la edificante marcha del homo faber. Aquel primitivo agricultor y pastor, apenas comprendió los rudimentos y la fertilidad de la tierra, sucumbió a la gran alucinación: por aquí y allá, percibía el poder de unos dioses que traerían lluvia y dicha o, tal vez, sequía y destrucciones.
Era el inicio de la pesadilla.
Los humanoides, torpes, tuvieron que atravesar ociosos ciclos de espera para las cosechas. En aquellos tediosos veranos o inviernos comenzaron a tejer laberintos y a darle solidez a sus alucinaciones: vieron granitos en el horizonte negro, que confundieron con fuerzas sobrenaturales; las albas y los ocasos se asociaron a danzas de dioses; el sueño con los muertos se interpretó como una supervivencia misteriosa de los difuntos, con la consiguiente creación de infiernos y moradas espectrales. En fin, en ese ocio aterrador se crearon ritos, cultos, mitos.
¿Qué hubiera sucedido si se animaban a perder el tiempo?
Hay que vivir como si los propósitos del universo estén escritos en las estrellas. Por lo menos, así es cuando no podemos cultivar la noble virtud de perder el tiempo y de saber mirar, en el aburrimiento de nosotros mismos, el fondo negro de las cosas.