El filósofo camina en la tarde
gris de Koenigsberg. En las calles
hay un borde de neblina, en los cielos
un reloj -vacío, la luna en fuga-.
El filósofo anciano observa y piensa:
“Si fueran otros los ojos que miran,
si distinto fuese el entendimiento
humano, las calles sin extensiones
se perderían. El reloj de arena
se ablandaría -vil- sin tiempo. ¡Oh, sol
de Copérnico, pálido, que encandila!
No es el sujeto espejo del objeto;
es el objeto, espejo del sujeto.”
El hombre gris se detiene, asombrado.
No da crédito a su pensamiento
por temor a verse -“alma mía en agua”-
en el agua de los ríos (en ríos
donde Heráclito vio nuestra fuga).
Su alma, como la ceniza, se pierde
en vastas vanas especulaciones
de la razón pura triste e impotente.
Y Dios y la libertad, insondables,
se van para volver en el crepúsculo
de la ley moral sublime y bella.
El filósofo camina en la noche
trascendental del saber. Imanuel Kant
ya se ha ido. Un poeta, lejos, lo nombra.