MEDIODÍA DE LLUVIA
Muerde vehemente el pan sin importarle las migas por la costa de sus labios o los restos de mayonesa en la pera o las gotas de sudor lentas y apenas sobre sus cejas.
Sube los vidrios de la ventanilla, más calmo. Más calmo porque acaba de dar el mordisco, calmar el hambre y ahora aísla el sonido del tráfico, los motores, los bocinazos. Y ahora, en el ahora inmediatamente después, tranquilo, abre la coca y da un sorbo largo, lento. Profundo. Efervescencia de las burbujas dentro de su boca. Ciertas migas o algún pedazo de piel de salchicha en las esquinas de su dentadura se empapan del líquido, humedeciéndose. Traga. Traga, mientras el chasquido apagado de los truenos alcanza sus oídos.
La trituración de sus dientes. El frotamiento de sus manos; un sereno frotamiento. Lleva unas servilletas a su boca y se limpia, se limpia, se limpia; se limpia, a veces vehemente y come; calma su impulso, bebe y tranquilo se vuelve a limpiar.
Está por llover.
Y la ironía no tardará en caer de la boca de su hija.
- Llueve porque te dignaste a encontrarte conmigo - mientras, revolverá la taza del cortado (que ella pagará).
El aire de un mediodía de primavera pesada se adhiere a los vidrios del auto y los empaña.
No pensará jamás en el misterio de las cosas, en el secreto de la lluvia, de las nubes, de su propio cuerpo adherido al asiento si no se encontrara con ella, con Maribel, dentro de veinte minutos.
- ¿Cuándo vas a dejar el taxi, papá? - le diría ella y él se distraería por su mirada. Una mirada esponjosa y la gestualidad en cámara lenta: ceja arqueada para expresar resignación, juego de labios para encerrar una duda. Y los ademanes por el aire; la mano derecha acentúa una idea, los dedos, la mano izquierda contra la palma de la derecha y el cruzamiento de ambas manos con los ojos abiertos, marrones, las pupilas expandidas. Signos de inquietud, extrañeza. Él se distraería con la ropa de Maribel, con su saco azul de tela delicada, su cuello perfumado y el tatuaje ínfimo cerca de la nuca y casi siempre tapado por el pelo castaño, grueso y lacio.
Aunque la lluvia parece inminente.
El tatuaje de Maribel siempre lo distrae, piensa. Única marca de su adolescencia tempestuosa en su adultez estable de madre y mujer empleada. Su mujer solía reprocharle la permisividad ante el tema de ese tatuaje.
- Este tatuaje de mierda no lo puedo tapar con nada - le diría, dentro de minutos, Maribel y tomaría su cortado (que ella pagaría).
El café donde se van a encontrar queda dentro de una estación de servicio. Él lo elije porque siempre se toma un descansito ahí. Almuerza, a veces para el taxi a la vuelta y se echa a dormir un rato. Ahora acaba de terminar un pancho y una coca y espera. Le gusta ese café porque tiene olor a café caliente y las paredes y las mesas son blancas y hace calor. El olor a nafta no llega. El olor a smog y a ciudad, tampoco. El café de la estación también tiene la virtud de estar casi siempre vacío. Se pueden apreciar cosas sin importancia: por ejemplo, el motor de una cafetera y el humo, el rumor de la televisión prendida y muda. Y quienes atienden, chicos y chicas jóvenes, se mueven, se deslizan con aplomo. Como si no hubiera tiempo o urgencia y la última importancia estuviera en caminar, acomodar alguna estantería del pequeño quiosco interno, dar cambio a los clientes sin prisa, susurrar un “gracias” o un “hasta luego”.
Otro chasquido de truenos y las primeras gotas en el vidrio delantero.
La lluvia crece.
Él pone el auto en marcha y acciona el parabrisas.
Crece en la consistencia de las gotas gruesas, redondas y pesadas.
Crece en el ritmo de la caída.
Una gota y otra; otra y otra.
El relámpago y su estallido se suspenden en una duración, pero las gotas crecen también en cantidad, se achican, se multiplican. El parabrisas amortigua el golpe.
“Paf”.
El parabrisas, mientras amortigua el golpe, contrae el sonido del impacto y lo hace breve.
- Me gusta manejar el taxi - le diría él y acariciaría las paredes del vaso de agua que tomaría (y pagaría él, su parte). Tomaría una servilleta y limpiaría la transpiración del vaso, como es su costumbre. La consistencia húmeda del vidrio mojado le impulsaba el acto reflejo de secarlo. Maribel miraría el acto y se ruborizaría. Le confesaría que ella heredó esa obsesión por secar lo húmedo (y tal vez Maribel pensaría, pensaría él, en el cuerpo sudado de su futuro marido, el cuerpo atlético, bien dotado de su futuro marido; cuerpo que ella sabría limpiar, pensaría él, o enjabonar en las duchas románticas o secar luego de los arduos partidos de rugby).
Después de todo, algo parecido a ese ritual era la reunión: debería comunicarle a él, con el marco necesario, que, de ahora en adelante, las enjabonadas románticas, las cenas tras los partidos de rugby y las limpiezas serían bajo el contrato del matrimonio.
“Juntémonos a tomar un café, papá. Quiero contarte algo”, días atrás lo sorprendió el mensaje de voz en su celular.
Se casa, pensó apenas cortaba y respondía con un mensaje de texto: “En el bar de la estación de servicio, mañana a la una.”
Y pasó la noche sin dormir. Su mujer le había dicho algo alguna mañana atrás, en medio de un reproche, algo como tu hija se casa y vos ni siquiera conocés al chico. Él no había prestado atención y estaba, en la noche calurosa, tratando de descifrar el enigma de su hija, de su relación impenetrable, de sus decisiones incomprensibles. Los ronquidos de su mujer y la ventana abierta no ayudaban. Tampoco el aleteo lento del ventilador que envolvía de aire ardiente la habitación a oscuras.
En esa noche pensó en fumar.
Y, luego de dar algunas vueltas, se levantó y fue a la cocina. Lo hizo descalzo para refrescar sus pies. El piso de su casa siempre frío. Llegó a la cocina y abrió la heladera, sacó una botellita de cerveza y la destapó. La espuma empezó a rebalsar y bañó el cuerpo de la botella, así como la mano de él que la sostenía. Chupó la espuma. La saboreó; su gusto duro pero ligero, su temperatura helada pero aliviante. De dos sorbos se acabó el contenido y sigiloso se acercó al living, al balconcito donde la noche, caliente y pesada, llegaba con restos de luz de luna.
Salió y miró el cielo; azul, brillante, repleto de estrellas temblorosas y sin nubes. Las constelaciones a la vista. Pensó que era imposible una lluvia por mucho tiempo.
Y ahora la lluvia crece.
- Así que te casás…
- Me gustaría - le diría Maribel, a punto de terminar su cortado - que conozcas a Pedro.
No hay señales de que la lluvia merme. El parabrisas hace su trabajo, dificultoso. Paf. Lidia con mucha agua y él, de repente, descubre la comedia en las calles desde adentro del auto. Las corridas, los paraguas. Los charcos en las esquinas. Algunos tronidos feroces y la gente, chicos, mujeres, ancianos, jóvenes, tapándose como pueden de la tormenta. Un sopor, una sensación dulce de sueño lo empieza a atravesar y la imagen de la vigilia se desvaneces suave, cortándose tal cual esos trozos de carne tierna y cocida se deshacen en la boca ante la más mínima trituración del diente; o tal cual la secuencia de una película, después de un clímax de alto calibre emocional, funde a negro con música de cuerdas y acordes agradables.
Lo despertó un mensaje de texto de su hija.
“Te esperé media hora. Me voy”.
Ya no llovía. Recién empezaba a oscurecer en la ciudad y un policía le golpeaba el vidrio.
Lo entiendo al hombre. Ese no poder dormir por su hija que se casa, esa preocupación, ese querer acercarse... y esa distancia que hay en la relación entre él y ella, y en gran parte entre él y todos. Un hombre huraño, solitario, debe ser por eso que maneja taxi, sabe bien que ahí, sobre el taxi, ninguna relación dura más que 15 minutos (-buen día - parece que va a llover, no? - son $10 - hasta luego).
ResponderEliminarY al final no acude a la cita, se queda dormido, se deja llevar por el paisaje lluvioso de un mediodia. Una sensación de confusión me deja el final, o más bien, una necesidad de ver adonde lleva la vida de ese hombre.
Como siempre Victor muy bien narrado... lo felicito y le dejo un gran saludo. Hasta pronto.
Estimo que este momento del día y de mi vida me lo reservó Dios, pues luego de muchos momentos de depresión, con sobredosis de TV de la mala, haciendo de la cama el único lugar seguro, encontrarme con esta serie de relatos, es una bendición.
ResponderEliminarDesde Minuto Cero, pasando por el tren de la puta vida, hasta ver la escena final de El Gran Dictador (por donde empecé a conocer al blog luego de pasar por lo de Barone)disfruté de su producción, a vuelo de pajaro, dejando para otro día seguir apreciando los cuentos tranquilamente, pues sé de las sobredosis por abusar de los buenos momentos, queriéndolos hacer eternos.
GRACIAS
El agradecido soy yo, estimado Mario. Sus palabras me han conmovido por notarlas sinceras y, porque, ¿qué otra cosa puede uno querer si no generar en los lectores lo que usted dice sentir?
ResponderEliminarEs más: la palabra "bendición" resulta un acto de alta generosidad de su parte. Se la agradezco así como su comentario.
Hasta pronto.
Será que cada persona pasa por muchos momentos a lo largo de su vida, con distintos grados de sensibilidad y con intereses variados. A mi me tocó leer el blog en determinado momento y ese encuentro entre lector y lectura produjo el efecto que sentí.
ResponderEliminarCuando me sucede esto, quedo deslumbrado y continúo la lectura de otras cosas, que tal vez ya no me produzcan el mismo efecto o que, al contrario aumenten mi admiración.
Quién nos guia por este camino que parece azar?
Para mí es Dios y eso me pone feliz.
Y el proceso sigue con todas las cosas que se me van presentando.
Asi como protestamos por tantas cosas, es bueno hacer una devolucion a quién ha escrito o hecho algo que nos llega al corazón, compartiendo ese buen momento, ese instante de bienestar.
Un abrazo.