El concepto de belleza pareciera estar determinado por las circunstancias históricas, culturales y económicas de cada época.
Fuera de una ontología platónica que plantee una esencia de la belleza, la experiencia demuestra - como en tantos otros terrenos - que las nociones acerca de la belleza varían y se adecuan a los intereses, conflictos y universos simbólicos de las clases dominantes - y dominadas -, de los imaginarios de los sujetos concretos de cada tiempo y lugar puntuales.
El concepto de belleza actual difiere del gótico o romántico e incluso del griego, así como éste difiere del egipcio o precolombino. La cultura delimitaría una construcción de belleza en las artes, las modas y las costumbres. Esa construcción se imprime en nosotros y regula cada percepción o sensación en torno a la cuestión referida.
Cuando decimos “la cara de María es perfecta: sus ojos claros, su nariz afilada, sus rasgos finos y su boca gruesa y redonda; es hermosa”, o por ejemplo, si proponemos “la voz del tenor conmueve por su belleza”, estaremos siendo operados y pensados por una categoría a priori de lo bello (y lo feo), directamente relacionada a un imaginario simbólico anterior a nosotros. Imaginario materializado en nosotros, a través de nuestros juicios y opiniones. Ese imaginario podríamos llamarlo también de varias formas: tiempo histórico, circunstancias dadas, situación de clase, etc.
En síntesis: no hay una forma o esencia de belleza, sino construcciones históricas en torno a lo bello (y su par dialéctico lo feo).
A partir de este marco, quisiera plantear el interrogante central del presente artículo:
¿Es más bella la belleza de la naturaleza o la belleza de una obra de arte?
La supuesta belleza de un atardecer, ¿es más bella que la de un Picasso?
Es decir, aceptando el hecho de atribuirle al “atardecer” y al objeto “un Picasso” cierta belleza, nos preguntamos:
¿Por qué es más bello un atardecer que “La muerte del torero”? ¿Por su esplendor? ¿Por su perfección, su inconmensurabilidad?
Contemplemos el cielo desde la orilla de una playa. Dejémonos llevar por el horizonte y el tono azul, rojo y pálido del cielo. Mojemos nuestros pies en el agua. La brisa, a veces ligera, a veces suave y las olas, el ritmo de la formación y el choque. Las costras de sal en la arena y arriba la luna. La luna enmarañada en la neblina. Y la extensión de lo que nos rodea: el cielo y la tierra. Y aún dejamos afuera los matices, lo pequeño: la contextura de miles de gotas, la zona nublada del cielo con sus grises y blancos, el grano de arena seco entre lo húmedo, etc.
La percepción de ese ocaso, a primera vista, sería insuperable.
“La muerte del torero”, una obra impactante, revolucionaria, ejecutada con trazo a la vez violento y reflexivo, de tendencia abstracta pero también figurativa, ¿podría ser más bella que el atardecer recién descripto? ¿Podría una pintura ser más bella que el impresionante atardecer?
Supongamos un Dios en la naturaleza. Supongamos una inteligencia creadora en las brisas, en la luna, en la tierra. Un soplo, supongamos, un hálito creador en el mar, en el cielo y las nubes. Una inteligencia divina que crea cada objeto de ese atardecer y el atardecer mismo.
O mejor supongamos que no hay Dios. Ni divinidad ni nada. La naturaleza y su complejo funcionamiento, sin trascendencia ni entidad superior a ella. Entandamos al atardecer como un proceso de autocreación, como la suma de diversas partes y pequeños procesos dentro de ese proceso más amplio. Esta perspectiva nos liberará de la visión metafísica de una inteligencia suprema o Dios para entender un atardecer. Nos acercaría al esbozo de una dilucidación cientificista del asunto.
Y ahora veamos qué hay detrás de “La muerte del torero”. ¿Hay una inspiración sagrada? ¿Una voluntad estelar o una fuerza análoga a la de la naturaleza? A no especular: detrás está sólo Pablo Picasso. El trabajo de un artista llamado Pablo Picasso. Aunque detrás de esa obra también hay una historia de la pintura, una evolución técnica, un estilo y un procedimiento producto de siglos de obras y artistas. Pero nada más: ni una inteligencia divina ni un Dios ni una fuerza autocreadora de infinita complejidad. Está Pablo Picasso.
Es decir, un ser humano. Un ser finito, una inteligencia limitada, un cuerpo mortal. Algo capaz, en su condición efímera, de crear un objeto que irradia vida propia y se instala, con su particular potencia - al decir de Juan José Saer -, como un lenguaje dentro del lenguaje, un cosmos dentro del cosmos.
Sentado este análisis, estaríamos en condiciones de afirmar la supremacía de la belleza de un Picasso que la de un atardecer.
No importa si la inmensidad de la percepción me sume en el éxtasis contemplativo del atardecer y adjudico una belleza insuperable a su experiencia. La belleza del arte es superior en dignidad. Inducida por un ser finito (artista), resulta inmensamente más grande, hermosa y trágica que la provocada por una entidad infinita (Dios, naturaleza).
Resulta conmovedor el trabajo del artista contra el trabajo del demiurgo. El artista debe adiestrarse, manejar una técnica, concebir una imagen, plasmarla. Tal vez, por qué no, el atardecer sea el producto de una infinita (y riquísima) complejidad de variables o resultado de la capacidad creadora de una inteligencia suprema. Y eso tiene belleza. Pero, ¿cuál es su mérito?
En su inmortalidad, en su omnipotencia, los actos de los dioses no tienen ningún mérito en comparación a los actos humanos, signados por la muerte, el sufrimiento y la corrupción.
El hombre, a sabiendas de que va a morir, atravesado por el absurdo y el dolor, sin embargo, es capaz de crear un objeto poético, una obra que lo supera en magnitud, potencia y temporalidad.
Tal vez una chispa divina y Dios creó el mundo (en siete días o en un segundo). Tal vez dejó las bases para el desarrollo de indefinidos atardeceres en el tiempo.
Pero Fidias, un arquitecto griego que murió en una cárcel miserable, concibió El Partenón él solo. Miles, miles de esclavos, ejecutaron su diseño y crearon una obra que, a nuestro juicio, supera cualquier otra maravilla de la naturaleza.
El hombre, a sabiendas de que va a morir, atravesado por el absurdo y el dolor, sin embargo, es capaz de crear un objeto poético, una obra que lo supera en magnitud, potencia y temporalidad.
Tal vez una chispa divina y Dios creó el mundo (en siete días o en un segundo). Tal vez dejó las bases para el desarrollo de indefinidos atardeceres en el tiempo.
Pero Fidias, un arquitecto griego que murió en una cárcel miserable, concibió El Partenón él solo. Miles, miles de esclavos, ejecutaron su diseño y crearon una obra que, a nuestro juicio, supera cualquier otra maravilla de la naturaleza.
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