EL PROYECTO
Me fui de mi casa después de una fuerte pelea con Miriam. Ella me gritó. Discutimos por un tema de un ahorro, me insultó y le pegué. Nunca había pasado, pero estaba borracho y le pegué. Sus ojos negros brillaron y soltó unas lágrimas exageradas.
Suplicante.
Yo, casi por inercia, agarré la guita y salí con un portazo. Irónico, le dije que iba a regalar la plata de mierda a un indigente. Mientras llamaba al ascensor, saqué un pucho y lo prendí. Ella se deshacía en reproches y sollozos. Aunque no salió al palier. Si ella me busca, vuelvo, pensé. No lo hizo. Y entonces me fui.
El humo inundó el ascensor. En el espejo mi imagen se vio envuelta de una película blanda. Sentí acentuados los rasgos abatidos de mi cara. Mi expresión de sueño y angustia me daba una sensación de falsedad. Yo me mentía. En algo, me mentía. Lo vi claro.
En la calle, el sábado se notaba.
La luz de los faroles, el olor del asfalto caliente y los pibes. En cada esquina, los pibes y las pibas, sus cervezas, carcajadas.
No lo soporté.
Debía irme lejos, lejos.
Aquella vez fue distinta a las otras. La piña a Miriam marcó una diferencia; nada volvería a ser igual. Antes, un par de gritos, dos puchos y, vuelta manzana mediante, volvía para poner las cosas en su lugar. Pero esa vez descarrilé y ella también. De un acto de violencia así no se vuelve jamás.
Jamás.
Es cruzar un límite y sumergirse directo en el abismo. Y también, una caída increíble. Todo un universo construido día tras día, año tras año, se desploma de repente.
Me tomé un taxi y dije algo tan absurdo, tan telenovelesco:
-Lléveme lejos, por favor.
El tachero miró con picardía.
- ¿Algún problema, hombre?... Está bien, no diga nada: lo entiendo.
Se trataba de un tipo entrado en años. Sobresalían sus omóplatos de la dimensión del asiento.
En el espejo, su mirada se sostenía en unos ojos color café. Vestía con chaqueta oscura y camisa manga larga de buena tela, impecable.
- En este país nos hundimos todos - apuntó entre toses y escupidas por la ventana - ¿Te molesta si fumo?...
Le pedí un cigarrillo. No sé en qué momento tiré el que fumaba cuando salí de casa.
No me hizo caso. Tampoco prendió su pucho.
- La derecha se apodera de la escena. ¿Los viste a esos canallas? Ah, pero mirá que si sos uno de esos pelotudos gorilas que votó al rubio, decime y cierro el orto y te llevo a dónde vas. Eso, perdoname, ¿a dónde vas?
Dobló en un pasaje y me sorprendieron unas fachadas preciosas y techos a varias aguas. Ahí la noche parecía recuperarse, con su azul inaplazable y las estrellas titilantes. Los edificios, las autopistas, los extramuros, las construcciones urbanas en general nos protegen de la intemperie de la naturaleza y nos sumen en una falsa seguridad, en un microclima humano que - en lo personal - detesto incluso más que vivir en el campo; la ciudad.
- Necesito ir lejos. En este momento no puedo pensar mucho, estoy borracho, le pegué a mi mujer y…, no sé, llevame lejos, donde quieras. Si querés ir hasta provincia, te pago ida y vuelta - dije a borbotones.
- Si no tenés un mango, querido, bajate acá.
Sus pupilas jugaban en el espejo. Intuí un atisbo malicioso en sus labios, rectos y serenos.
- Tengo en mi bolsillo los últimos pesos de un ahorro.
Lancé una carcajada. Imaginaba a mis amigos, desesperados, diciéndome: “¿estás loco, Álvaro? La ciudad es un caos, te cagan matando por dos mangos y vos decís a un desconocido que andás con guita. ¿Querés que te choreen, boludo?”
- ¿Querés despilfarrar la guita? Yo sé dónde llevarte. Confiá…
Ese brillito irónico en sus labios se acentuó más.
Sin mirarme, prendió su cigarrillo, mientras mascullaba algo. Pitó corto. Expulsó una bocanada de humo contra el vidrio y, tras un ruidito breve, se abrieron las ventanillas del coche.
Cuando salió del pasaje agarró por una avenida ancha. Edificios altos, altísimos, y pocos por cuadra. Algunas torres. Y, apenas iluminados, casi escondidos, los vigiladores.
Los vigiladores silenciosos.
El tachero aceleraba. Algunos carteles indicaban la cercanía de una autopista. Mientras más avanzábamos, menos autos.
- ¿Así que le pegaste a tu mujer? - rió. Sus pupilas revoloteaban en el espejo. – Sos un reverendo hijo de puta…, no te preocupes, yo también lo soy. A la mía yo la engaño casi todos los días, porque vos no sabés lo que es estar acá arriba, viejo…, ah, no…, sube cada una. Y cada trolo también…
En ese momento pensé en mi incapacidad para las relaciones homosexuales. Lo intenté, incluso. Más joven, algún amigo me acercó a ciertos ambientes, a ciertos ritos.
Nada.
- Sí, viste, yo me dejo tirar la goma a veces. Y no me creo por eso puto, eh. Aunque…, la verdad nunca se sabe. Tampoco me interesa. Pero te decía, yo también soy un hijo de puta…, la engaño, la cuerneo a mi mujer.
Subimos por una autopista, íbamos a ritmo feroz. A izquierda y a derecha, eludíamos intempestivamente otros coches.
Y otra vez el ruidito, otra vez las ventanillas cerrándose.
Sentía el motor del auto igual al de los aviones en la pista de vuelo. Como si después de tomar carrera, acelerar y acelerar, despegáramos. La imagen me dio náuseas. Y las palabras del taxista empezaron a escurrírseme.
- Este lugar al que te voy a llevar queda bien lejos, como pediste. Hay unas minas impresionantes. Queda un poco apartado, pero vale la pena… Y vos, ¿a qué te dedicás?
De golpe me vi hablando con soltura. En verdad, alguien habló por mí y dio una excelente versión de mi vida: profesional de arquitectura, con un ambicioso proyecto de planificación urbana, mujer actriz y hermosa…,
- ¿Y por qué estás así, entonces? - lo dijo y me clavó la vista. Con su cara dibujó mi cara demacrada, mi color pálido, mis rasgos apagados. A través de sus ojos descubrí algo de mí, una imagen más real que la de mi inverosímil presentación.
Pero no podía decirle nada porque yo tampoco sabía. ¿Qué?, ¿le iba a inventar?
No.
No soporto inventar justificaciones para responder preguntas de circunstancia. ¿Que qué significaban mi expresión, mi borrachera, mi violencia, mi huida? No lo sé. Y en parte mi relato fue verdad: Miriam era actriz y una mujer hermosa. Y yo tenía un proyecto (“el proyecto”, le decía con sorna) de planificación urbana que había presentado no sé cuánto tiempo atrás para una beca o financiación y no se sabía nada del asunto. Todo eso era verdad. Pero también le pegué a Miriam y huí.
Pensé en eso y a él le dije cualquier otra cosa de una crisis pasajera.
- Entonces necesitás despejarte…
Entonces, pensé: ¿una crisis más o el momento, definitivo, donde se cae toda una construcción a pedazos y hay que volver a colocar los cimientos?
Bajamos por una calle de doble mano.
Así como desaceleró para cruzar un puente, aceleró de nuevo al retomar la calle. Y la calle, a medida que la atravesábamos, se ensanchaba, se volvía más oscura, menos iluminada.
Y otra vez el ruidito, otra vez las ventanillas abriéndose.
Era una ruta de provincia.
A las costados del camino, enormes parcelas de campo y árboles. Muchos árboles. De golpe, un olor a barro seco, la dureza del cielo, las cortezas casi sin nitidez de las copas.
La sensación de la borrachera, tal cual el auto acelerándose y desacelerándose, crecía y disminuía a ritmo caprichoso. Algo, sin embargo, me sorprendió: el taxista llevaba callado varios minutos, en contraste a su impulso dicharachero del principio.
Más adentrados estábamos en la ruta, pensé, más silencio nos envolvía.
- ¿Dónde vamos? – Tal vez disimulé en un largo pestañeo mi miedo inexplicable.
El taxista se rió.
- No soy el lobo y vos Caperucita, eh - bajó un poco más su ventanilla, sólo su ventanilla, escupió, se limpió los labios y volvió a subir ese poco su ventanilla - como te dije, te voy a llevar a un lugar con unas minas impresionantes.
Tras cruzar una rotonda, dimos con una calle de tierra. Dificultosas, las ruedas del coche parecían los pies de un gigante hundiéndose en el pantano y avanzando.
Seguimos.
Y así, el camino terminaba contra una pared blanca y se abría en dos paralelas mediadas por una plazoleta. Allí había postes de luz. Mayor claridad.
Llegamos a una esquina vacía con un cartel en letras enormes. Un dibujo de una sirena.
Las veredas eran de asfalto, aunque lejos se veían más rutas y, más lejos, el cielo negro.
Por primera vez miré la hora en el celular: 22.32. La foto de mi mujer en el fondo de pantalla: ella riéndose y su cuerpo en la cama, envuelta en sábanas cruzadas y sus muslos y sus piernas al descubierto, su pelo suelto y sin forma, sus rulos gruesos oscuros petrificados en el aire.
- Amigo, cuarenta con cincuenta lo adeudado, je - tiró el pucho y me miró, compasivo - mejor dicho, cuarenta.
Le pagué cincuenta y lo largué.
Quiso decirme algo y cerré la puerta.
Su voz se encerró en paredes de silencio, perdida.
De refilón vi su mirada, su mueca irónica en los labios. Arrancó el coche y se fue a toda velocidad. La distancia marcaba, entre el auto y yo, una falsa curva, una fluctuación invisible en el espacio.
Me aturdió la distancia del ruido del motor: el ruido, penetrante, de brevísimas explosiones, al final, se perdió con la imagen del auto cada vez más pequeña.
La noche, impresionante y vacía.
Una cara gorda, oculta en unos lentes de sol. Una chica despampanante. Fondo, mucho fondo y las luminarias azules. Puesta en escena: escenarios con varios y niveles y humo por todos lados. Mesas. Música machacante. Una barra con chicas semidesnudas y ciertas sonrisas estampadas.
Mi mente comenzó a aclararse. En la entrada, un cerdo de dos metros me palpó y me preguntó si llevaba plata.
- Traigo la última guita de un ahorro - contesté con mi mantra.
A mis anchas, sobre un sillón de cuero, me dejé seducir por dos mujeres y les pagué dos tragos carísimos.
Recuerdo a una dama rubia de labios carnosos, diciéndome al oído:
- Hoy es mi último día. Quiero una orgía con muchos hombres y mujeres. ¿Me la podrías patrocinar?
Hacía varios años que no entraba en uno de esos lugares. Mis amigos seguían haciéndolo y, con la excusa de ir a jugar al fútbol, después tomarse una cerveza, engañaban a sus mujeres y se iban de putas. Se gastaban parte de sus sueldos en eso. A mí me parecía una puesta en escena bastante patética. El sexo con putas aburre. Desde la más cara para abajo, todas cumplen el mismo rito de un modo automático e insultante.
- Hola - una mujer se sentó a mi lado.
Empecé a observar cómo un tipo le pasaba la lengua por el cuello a su partener, en los sillones de enfrente.
¿Puedo?, permiso…
Su cara me era conocida. Sobre todo su piel lechosa, sus pómulos hundidos. Los ojos rasgados. .
- Te aviso que quien no consume una chica se liga una golpiza.
Me miró y entrecerró sus ojos.
- Te veo cara conocida - cambió de tono.
- Yo también.
Entonces el ping pong.
- ¿Te conozco de tal lugar?
- No.
- ¿Del bar equis?
- ¿Cliente de un puterío en Banfield?
- No voy a esos lugares.
No.
- ¿Hiciste la secundaria en el Liceo Uno?
- Sí…
- Vos sos…
- Álvaro. Álvaro Azcurra.
- ¡Soy Julieta! Julieta Lamba.
Pegué un grito que se ahogó en la música.
Julieta había sido mi primer amor. Nos habíamos conocido en la escuela, durante segundo año. Nos habíamos besado en un cumpleaños de quince. Ella era una flaquita atractiva, algo petisa. Usaba remeras y empezaba a desarrollarse, recuerdo. Recuerdo el temblor de sus pezones y la primera vez, nuestra primera vez, a la luz de un velador, sobre una cama estrecha. Era julio, era sábado y era de noche. Estábamos en su casa. Sólo queríamos besarnos y tocarnos. Teníamos miedo de más. Pero le saqué la ropa y la recorrí. Recuerdo: una noche de tormenta. Los relámpagos se desataban y todo nos parecía muy romántico. Sus padres dormían y, poco a poco, empecé a penetrarla. Se movía, eléctrica. Tapé su boca y sus jadeos con la palma de la mano. La cama se corrió de lugar y el velador se partió contra el suelo. En la oscuridad, logré desflorarla. En silencio. Lloró y me llenó de sangre. En silencio. Feliz, emocionado, le acabé adentro, prendí un cigarrillo y dije que nunca iba a dejarla de amar.
El lunes no fue al colegio. La fui a buscar a la casa y no me atendió nadie. Al día siguiente tampoco apareció.
Hice guardia en la puerta de su departamento.
Nada.
Repetí el mismo ritual y, tras una semana de ausencia, no la volví a ver. Hasta aquella noche, impresionante y vacía.
Una cama rodeada por seis espejos. Las imágenes multiplicadas, oscilantes en la penumbra roja, azul; imágenes amenazadoras o un poco monstruosas en su intemperie de vidrio. Una cama y, sobre ella, una mujer. Calor: calor irreal. Yo estaba en una flotación, una embriaguez para nada alcohólica, sobre una cama redonda. Y seis espejos. Seis espejos: la multiplicación de nuestros cuerpos casi desnudos no era fiel. Esos espejos mentían, deformaban los volúmenes, opacaban las texturas. O tal vez el techo, el techo con sus baterías de luz diagonales, tan cerca.
Todo era chico, asfixiante.
- ¿Qué te pasa?
Julieta me masturbaba con la mano derecha y con la izquierda sostenía el preservativo. Intentó ponérmelo varias veces y, ante mi falta de erección, el forro se había alargado y adoptado la forma fálica, aunque sin su contenido.
No podía dejar de pensar en el subsuelo donde estábamos.
Habíamos bajado tres pisos por una escalera caracol, escoltados por un cerdo de dos metros, mudo y expectante.
Y, de pronto, entre cuchicheos, mientras se desvanecía la música, nos topamos con una puerta apenas alumbrada. Entramos y los espejos, la cama, la penumbra rojiza, azulada.
- Te quiero coger sin forro.
- ¿Estás loco?
Mi verga yacía, débil, pálida, en la palma de la mano de Julieta.
Vos, Julieta, ¿cómo llegaste hasta acá? ¿Cómo caíste tan bajo? ¿Cómo caímos tan bajo, Julieta? Vos eras una chica tímida y yo pintaba paisajes de tormentas apocalípticas en óleo. Y ahora, mirate. Con ese portaligas, mientras le sostenés la pija a un borracho, a un imbécil que le pega a su mujer y dilapida sus ahorros en una noche sórdida. Mirate: en el rescate sexual de un farsante, de un hijo de puta. Miranos.
Quise decirle, pero callé.
- No se puede, Álvaro.
- Sería como la primera vez… necesito sentir tu concha caliente. Te pago más. Te pago el doble, dale.
- Estás loco.
Su sonrisa destelló en un espejo vertical. Y, en el espejo que nos duplicaba de frente, su piel lechosa y sus tetas se expandieron en la semioscuridad azul.
Tiró el forro y empezó a chupármela. La cabeza de mi pija babeaba y, con su lengua, jugaba con el escroto y succionaba, furiosa, mis testículos. Cuando lo hacía, me apretaba la verga contra la palma de su mano y me masturbaba. Mi verga, débil y pálida, se empezó a cubrir del camino espumoso que la boca de Julieta dejaba. Entonces sonó mi celular, guardado en el pantalón yacente sobre el piso.
Con la pija muerta en la boca, Julieta me miró expectante. Le ordené que siguiera y siguió, a distintos ritmos, chupándomela. Al rato el olor de Julieta me sacudió, junto al olor a desinfectantes de la habitación: un perfume fuerte, sudoroso, con cierto matiz de frescura, de fragancia a piel intacta y limpia.
- ¿Qué pasa, Álvaro?
A veces lograba una semierección. Trataba de ayudar el impulso tocándole sus tetas, suaves y, como aquella vez, trémulas. O recorriéndola con mi lengua, asimilando su sabor.
Pero no podía. Unas definitivas puntadas en el estómago me acribillaban y subían hasta el tórax. Traté de hablarle, de decirle que no iba a poder, que lo sentía.
Entonces vomité. Vomité coágulos de sangre, de un líquido verde crema. Antes de desmayarme, registré su expresión de asco y terror.
Lo siguiente lo recuerdo bastante bien, aunque de una forma desordenada. Recuperado del desmayo, no quise pagar. Me rodeaban Julieta y el cerdo de dos metros, tirándome agua de un vaso para rehabilitarme. Estaba en un baño. Los azulejos, recuerdo, eran de cerámica. Y el cerdo olía a desodorante de hombre, penetrante, potente.
Cuando dije que no pagaría, Julieta empezó a insultarme.
- Estoy tan arrepentida de haber entregado mi virginidad a un hijo de puta así.
Me miró: ¿realmente había lástima en sus ojos?
- ¿Sabés? A veces sólo basta un gesto para reconciliarse con la vida - me dijo, mientras acariciaba el pecho del cerdo de dos metros -, un gesto, chiquito. Un pobre miserable hace un gesto y puede salvarse. Puede ser tan fácil…, pero vos elegís la mierda, Álvaro, la mierda.
Antes de preguntarle qué quiso decir, el cerdo y tres cerdos más, aparecidos de golpe, comenzaron a patearme y a escupirme con odio. Julieta se perdió o la perdí, otra vez, como hacía tantos años. Su cuerpo se perdía en una marejada de risas, de gritos, de golpes. A medida que los cerdos incrementaban su violencia, disminuía mi dolor. Como si todo se hubiera tratado de una caricia con efecto sedante.
Volví a desmayarme.
¿Era una de esas crisis definitivas?
Algo cambiaba en mí. Y cambiaba para siempre. Escupía sangre, tenía la ropa rota, un ojo morado, las manos llenas de vómito y escupidas. Y pensé, en algún momento durante la golpiza o después:
¿Y para qué?
Como si todo hubiera sido una innecesaria, absurda y delirante farsa montada para hundirme en la sordidez. Un espectáculo para simular algo, una ruptura entre un estado de la vida y otro. Como si hubiera resultado imposible aceptar la lenta expansión y destrucción de las cosas sin exageraciones.
Eso: la expansión y destrucción de todo.
Como si, aun ahora, no pudiera decirme: punto y aparte, hasta acá.
Termina esto que soy y empieza, inexplicable, otro, tal cual de las ruinas se rescatan antiquísimas civilizaciones.
No.
Parece imposible aceptar eso, no sin antes hundirme en una laguna podrida, llevando conmigo a mi mujer y ofreciéndome una farsa patética con prostitutas y patovicas llenos de odio.
¿Cuánto tiempo pasó entre la trompada a mi mujer y la golpiza de los cerdos?
¿Y entre mi primera vez y las frases últimas, inexplicables, de Julieta?
“Un pobre miserable hace un gesto y puede salvarse”, sonaba su voz, ya perdida en el recuerdo.
El sol era radiante. Se agrandaba en la inmensidad de la ruta, inmóvil, esfera crispada de fuego, el sol acribillaba de luz la soledad del camino. No había restos de la noche ni en el cielo ni en los árboles con sus copas y sus hojas calientes y tampoco había nada en el viento quemante de la mañana.
Parecía mediodía, pero no: eran las seis, según marcaba la hora mi celular. Milagrosamente, el aparato se había salvado de la golpiza. No así la plata, de seguro husmeada por la nariz de las putas y los cerdos, colosales en su violencia, sublimes en su victoria.
Estaba casi desnudo en una ruta, lejos, pasado.
Sin ningún lazo con nada, seco de dinero y con mi propia precariedad sin alegoría. Hubiera querido una lluvia, un desatar de truenos en la ruta desolada, una tormenta de antología y frío, mucho frío.
Pero no.
El sol, radiante; la mañana llena de vida, el silencio perfecto para la coreografía alocada de los pensamientos.
Y el recuerdo de la noche irreal, la resaca.
Sonó el celular.
- Álvaro, Álvaro,… por favor, escuchame.
No dije nada.
- Álvaro, te llamé toda la noche,… ¿dónde estás, mi amor?... Escuchame, escuchame: anoche hablé con Benjamín…, me llamó…, hola, Álvaro, ¿escuchás? ¡Hubo un milagro! Recibió un mail… ¡Aprobaron el proyecto, mi amor! ¡Aprobaron el proyecto en la legislatura! Y…, - escuché a Miriam sollozar - nos adelantan cien mil pesos, mi amor. No lo puedo creer…, me muero de angustia, quiero ubicarte, abrazarte… , ¿entendés? Es el comienzo de una nueva vida…
Se calló un segundo.
Siguió:
- Sé que me escuchás, amor. Una nueva vida: pagamos la hipoteca, nos mudamos de acá. Empezás a trabajar en algo estable, te van a reconocer en tu medio…
Comencé a llorar en silencio.
- Mi amor, venite ya.
- Pero - dije casi sin voz - soy un hijo de puta… te pegué, Miriam.
- Ay, mi amor, pero si yo te amo… ¿qué no podemos superar? Venite para casa, mi amor, venite para casa… Vamos a empezar una nueva vida.
- Te amo.
Corté conmovido y estallé en un llanto. De repente: todo cobró un sentido y una belleza insoportables.
Quería correr hacia Miriam, amarla, hacerla mía y empezar de nuevo.
Todo, exacto, todo cobró sentido.
Y, sin embargo, estaba lejos. Y sin dinero.
Y entonces lo vi.
A metros, lo vi a él.
El auto estacionado en la ruta vacía.
Lo vi.
Mi salvador.
“Un pobre miserable hace un gesto y puede salvarse”, me había dicho Julieta.
El taxista. Estaba ahí. Esperaba y me miraba, con un cigarrillo entre sus labios irónicos.
Él me llevaría de regreso. Le pagaría en la puerta de casa. No. Lo invitaría a conocer a mi mujer, le diría: esta mujer es la mujer más increíble del mundo y yo soy un tipo tan feliz. Vos me encontraste en un mal momento, pero seremos amigos y me vas a conocer en plenitud.
Y lo recompensaría.
Le ofrecería un trabajo nuevo en el proyecto.
“Abandoná el taxi de mierda”, le diría, “y venite a laburar conmigo”.
Quizás, ése era su modo, su gesto para salvarse y, a la vez, salvarme a mí.
Me acerqué.
Casi corrí.
Me detuvo con la mirada.
La distancia todavía era considerable.
Arrojó el cigarrillo y, lentamente, se subió al auto.
Arrancó y salió, a toda velocidad.
Las ruedas chirriaron contra el asfalto y el sonido se perdió (como la noche irreal, como la Julieta del pasado y del presente, como mi alegría) en un segundo, desintegrándose en el horizonte de la ruta.
Pero lo peor de todo fue la aparición de un globo.
Un globo violeta, inexplicable, sacudido por el viento, entre la maroma de luz del cielo.
Un globo que se elevaba, se alejaba y se hacía chiquito y se inundaba de rayos cegadores de sol.
Un globo que, con su sola presencia, amenazaba cualquier intento de entender nada.
Nada.
No estoy seguro de qué pasó, sólo puedo asegurar que la ruta estaba vacía.
Y el globo siguió hasta perderse. Y se pinchó.
Esto es verdaderamente desbordante... el personaje es atacado en todos sus flancos, internos y externos. Es sometido a la depresión, al tedio, a la agresión, a la humillación, al recuerdo, a la lujuria, a la felicidad, la ilusión, el descreimiento, a la salvación, al enjuiciamiento (propio y ajeno)… y al final a la duda, cargada de una posible “nada” final. Creo que el principio y el final del hombre es la duda ¿para qué estamos y adónde iremos?
ResponderEliminarSu relato es brillante, me deslice por cada párrafo con la imperiosa necesidad de continuar leyendo, de llegar al final… y encontrarme con un final tan “irónico” (por decirlo de algún modo), es genial. Muy bueno Señor.
Le dejo mi mail - lmartinochoa@gmail.com – Gracias, un saludo grande.