viernes, 16 de octubre de 2009

MIHAIL Y LA MÚSICA

Todo pareciera perderse en el subte.
Al principio el vértigo es engañoso: multitudes, mujeres, olores. Choques, voces. Millones de historias y millones de fragmentos de historias. Pero un segundo de atención, una mínima reflexión; y chau. El olvido. Lo que se detuvo instantes en la memoria y se desprendió, rápido. Chau. Olvido. Engaño, decía. Agua, agonía. Lo engañoso: todo invade, todo excita.
Y todo, así como impresiona, se diluye.
Pero una vez lo vi a él.
Con su guitarra, sentadito en un costado, tocando en la entrada de una boca (de algún andén). Sus ojos, azules. Los resquicios de su piel, escamada. Escamas en calva, escamas en pómulos, mejillas escamadas. Y sus uñas, largas. No miraba. Él no miraba. Su mirada: una abstracción, un túnel a pasadizos. Profundidad de falsa perspectiva.
Suéter blanco, pantalón gastado, medias en ojotas: su atuendo. Y las manos. Las manos, blancas, seguramente frías (seguramente hirvientes). También con escamas.
Me acerqué.
“¿Qué toca, maestro?”
“Música rusa”…
Claro, mi exposición falseó algo: lo primero fue eso, la música. Lo primero que me invadió y disipó del fluir de imágenes y sensaciones en mí, la música.
Su música:
Melodías de intervalos sutiles. Saltos tonales, disonancias. Cambios (brutales) de ritmo, de frases. Y fraseos. Y compases quebrados y compases en silencio - el silencio se impone, harto, al ruido de la estación.
O mejor cuento lo arbitrario de asociar libremente sus sonidos con mis recuerdos y fantasmas.
Lo azaroso de asociar las notas con la magia, los acordes con secos, furiosos vientos a contragolpe y galopes arrasando la tierra - y entonces el polvo al ras.
O mejor asocio su música a mí, a un aullido de - aunque caricias, retornos en desiertos; una tarde, oscura, al calor de la siesta. (Alguna ventana abriéndose y el áspero encierro poblado de luz y olores y sabores a flores, pasto húmedo.)
“¿Cuánto cuesta su CD?”
Y por diez pesos me lo llevé.
Y volví a perderme en el vértigo engañoso y no pude evitarlo.
Tren, voces, mujeres, choques. El vértigo del espacio, de las cosas siendo no siendo en el espacio, de las creaciones - engañosas - de la percepción y el espacio. Pero la música, no.
“La música no”, me dijo él, en silencio. “La música, no; la música, amigo, tiempo puro.”
No hay prisión de las impresiones en la música, pensé.
No hay vértigo de lo fugaz en la música - tiempo puro, pensé.
Y ese músico de nombre Mihail, viajero y nómade como tantos otros, artista (como otros no tanto) que ni siquiera recordaba cuándo llegó a Buenos Aires y decidió ofrecer la música de su Rusia en el subte; ese músico – Mihail – con su música lograba anular la entropía, el caos de las cosas, el fluir de las impresiones (tren, mujeres, olores, choques; choques, olores, mujeres, tren), impresiones que son puro vértigo en espacio, agonía, engaño y olvido – lo anula, él lo supera en el tiempo de la música: orden sin espacio, la música: signos sin referencia ni agonía.

1 comentario:

  1. Bendito sea Mihail, capaz de crear esa abstracción en medio del torrente escandalozo del subterraneo de Buenos Aires... suelen ser tan poco los que logran eso.

    Lo felicito amigo, un gran texto el suyo.

    ResponderEliminar