Perder el tiempo: desde la era
neolítica, no debe haber acción más noble. Quizá quienes mejor lo
entendieron han sido los budistas y los chinos: el universo flota en
la nada, y nosotros debemos aspirar a ese estado.
No obstante, a los occidentales nos
cabe aquello que Nietzsche dijo acerca del pueblo judío: ante el
dilema de ser o no
ser, escogimos ser a cualquier
precio. Y esa fue una fatalidad de la cual resultó imposible
escapar: la ilusión de ser.
Quizá el asunto empezó cuando el viejo cazador que fuimos escogió
trabajar la tierra. Las economías productivas nacían: el cáncer
del tiempo también. La imagen del hombre prehistórico, vagabundo y
rapaz e inmerso en la total experiencia sensible, se trocó por la
edificante marcha del homo faber. Aquel
primitivo agricultor y pastor, apenas comprendió los rudimentos y la
fertilidad de la tierra, sucumbió a la gran alucinación: por aquí
y allá, percibía el poder de unos dioses que traerían lluvia y
dicha o, tal vez, sequía y destrucciones.
Era el inicio de
la pesadilla.
Los humanoides,
torpes, tuvieron que atravesar ociosos ciclos de espera para las
cosechas. En aquellos tediosos veranos o inviernos comenzaron a tejer
laberintos y a darle solidez a sus alucinaciones: vieron granitos en
el horizonte negro, que confundieron con fuerzas sobrenaturales; las
albas y los ocasos se asociaron a danzas de dioses; el sueño con los
muertos se interpretó como una supervivencia misteriosa de los
difuntos, con la consiguiente creación de infiernos y moradas
espectrales. En fin, en ese ocio aterrador se crearon ritos, cultos,
mitos.
¿Qué hubiera
sucedido si se animaban a perder el tiempo?
Hay que vivir
como si los propósitos del universo estén escritos en las
estrellas. Por lo menos, así es cuando no podemos cultivar la noble
virtud de perder el tiempo y de saber mirar, en el aburrimiento de
nosotros mismos, el fondo negro de las cosas.