EL TIEMPO
PROPUESTA
El siguiente artículo se propone una revisión somera (es decir, incompleta) acerca de cuatro concepciones específicas del tiempo: el eterno retorno (o tiempo circular), el tiempo real y el tiempo histórico. Todas estas ideas responden a una inquietud filosófica y tienen, a su vez, carácter y tono filosóficos en su desarrollo y alcance.
EL ETERNO RETORNO, DOS VERSIONES
La teoría del eterno retorno sostiene que la totalidad de los acontecimientos cósmicos transcurren en grandes períodos cíclicos. Es decir, aquello que es ha sido infinitas veces en la infinitud del tiempo y volverá a ser infinitamente y de modo igual en lo venidero. Esta idea se remonta a los sumerios y babilonios.
Dicha concepción del tiempo se expresó en el inicio del pensamiento occidental a través de los griegos, quienes la tradujeron a su vez de las viejas civilizaciones orientales.
Empédocles, por ejemplo, postula la idea del retorno como un surgir y desaparecer en ciclos. En el originarse de las cosas, el Uno surge de muchos y los muchos tornan, cíclicamente, en el Uno. La materia se transforma y cambia, pero dentro de un círculo inmóvil, y así como cambia volverá a ser lo que fue. Según Empédocles, las cosas están sujetas a una perpetua mutación circular y no conocen permanencia alguna. Se mudan unas a otras, aunque nunca reposarán en lo eterno. En sus palabras: “Quiero anunciar algo doble: Ya nace, a saber, un único ser de muchos, ya se separan de Uno muchos para ser… En tanto, durante el movimiento circular, los Elementos (las cosas) quedan siendo Dioses inconmovibles”.
Si bien en una primera impresión parezca lo contrario, Empédocles no afirma la existencia del devenir (el cambio) sino que mejor encierra a las cosas en una circularidad perpetua. Las cosas retornan cíclicamente a su estado originario para luego dispersarse y luego, otra vez, volver a su unidad primaria. Todo cambio es ilusorio. El tiempo es una apariencia, un regresar perpetuo de lo mismo. [1]
Aunque el más famoso precursor del eterno retorno fue Nietzsche, lector perspicaz de los griegos. Él va a retomar esta idea como un ataque contra la concepción religiosa de la historia humana y cósmica y a su vez contra el historicismo.
Para Nietzsche el tiempo, así como lo real, es infinito en el proceso cíclico del cosmos. Ya transcurrió una infinitud temporal. A partir de determinado instante, hacia atrás no se puede alcanzar el principio ni, hacia delante, tampoco el fin. Estamos en presencia de una regresión al infinito (en el elegante latín: un regressus in infinitum).
Así, el pensador alemán se opone tanto a la idea progresista como metafísico-religiosa del tiempo. En ambas, tenemos una meta, un fin para la humanidad en el orden temporal. En la tierra (una sociedad sin clases) o en los cielos (el Paraíso).
Si miramos adelante o atrás, dijimos, encontramos lo infinito. Estamos condenados a un devenir sin meta final. Según Nietzsche, el mundo que pretende conocer la filosofía y las ciencias, así, todo ordenado, mensurado, es una mera ficción. El universo es tal cual se nos presenta a los sentidos. Desordenado, caótico, múltiple. “Sólo hay un mundo en devenir”, dice el filósofo. Los sentidos no engañan, engaña la razón.
Engaña el pensamiento que encuentra orden donde hay caos o busca dirección donde hay devenir continuo.
Este tiempo enuncia el retorno, la repetición indefinida de los estados por los que pasó el mundo.
Pero no hay meta: el destino de todo es no tener destino.
TIEMPO REAL Y TIEMPO HISTÓRICO
¿Cómo resulta el tiempo hoy en día?
Está claro que cada civilización y cada época tuvo una medida temporal, un tiempo específico en el que medir los días, los meses, los años y hasta los siglos. Por ejemplo, en una sociedad como la medieval, exclusivamente cristiana y con una economía basada en la tierra, el tiempo se medirá con la vara de lo eterno. Después de esta vida, nos espera el más allá: la muerte no acaba nada. Somos inmortales y, por lo tanto, nuestro tiempo es la eternidad. Ayer, hoy, mañana son sólo circunstancias; nos espera un destino de recompensa o castigo sin fin.
En las antiguas sociedades míticas encontramos otra temporalidad, más cerrada. El tiempo se mide por el acontecer cósmico: salida y puesta del sol, temporales, eclipses. Hay una justa proporción: a la lluvia le sucede la sequía, al día la noche, etc. Con lo cual, el hombre del mito vive en un presente absoluto, autorreferencial, determinado por la voluntad de los dioses (la naturaleza) y la ley de la ciudad-estado. Cada acto está determinado fatalmente[2].
El tiempo, hoy en día, se estructura no como repetición sino como un transcurso, el transcurso de la vida cotidiana. Un tiempo cuya esencia es la medida. Se trata de un tiempo que incluye en su definición al espacio. Es decir, un tiempo que se desliza de un punto a otro en el espacio.
Por ejemplo: me miro en el espejo y sólo me entero si envejecí cuando comparo mi imagen con una vieja fotografía. Establezco una medición desde ese parámetro. Si no decimos la frase: “¡cómo pasa el tiempo”, el tiempo no pasa. Pasa porque lo medimos.
Si no se me pregunta por el tiempo, sé lo que es. El tiempo de mi vida, de mis lecturas, etc. Ahora, si se me pregunta en concreto “¿qué es el tiempo”, si se me pregunta por la estructura que determina al tiempo en mí, no lo sé, recurro en principio a esta ideología del tiempo como medida y transcurso. Sé que mi pasado pasó, mi presente está siendo y el futuro será, aunque todavía no es.
Este transcurrir temporal se da en un sentido. Un sentido que va desde el pasado hacia el presente y no tiene otra que ir hacia el futuro. Este tiempo transcurre, sin embargo, fuera de nosotros, fuera de nuestro lenguaje. Este tiempo sucede en el reloj. [3] Lo único que podemos hacer con este transcurso es medirlo, contarlo, mensurarlo.
Quien esboza esta ideología fue Aristóteles. Él planteó un tipo de tiempo real, un tiempo que nos provoca la ilusión de que las cosas tienen un principio, un desarrollo y un fin. [4] Aristóteles saca al hombre del tiempo circular del mito y lo arroja a una temporalidad más dinámica, que será después la temporalidad de la vida burguesa.
Pero, ¿quiere decir entonces que este tiempo, el tiempo como medida y transcurso, es el verdadero?
¿No habrá otro tiempo en éste, nuestro tiempo?
Pensemos lo siguiente: Kafka escribió su obra a principios del siglo pasado. Sin embargo, en su literatura encontramos datos y señales para comprender nuestro tiempo. ¿Podemos entender este fenómeno con nuestra ideología del tiempo como transcurso?
Si así lo hacemos, deberíamos pensar que Kafka pensó acerca del futuro y escribió sobre el futuro. Una falacia.
No. Somos nosotros, desde el presente, dándole sentido a la obra de Kafka, desde el futuro. Estamos en presencia de un tiempo como diferido.
En este tiempo, los actos no tienen sentido desde el pasado, sino a partir de la significación dada en el presente. No sabemos qué fue la última Dictadura, quiero decir, no sabemos qué fue en su momento, en su presente. Sabemos, ahora (mejor dicho, construimos un saber de ella ahora), desde el presente, lo que fue.
Hablamos del tiempo histórico.
Un tiempo donde el presente no es consecuencia del pasado, sino al revés. Vemos el pasado con los lentes del presente, por usar una metáfora. El pasado es una creación del presente. Lo real se convierte en historia. El sentido del tiempo va de adelante hacia atrás.
Cuentan que Lenin le dijo a Trotsky: si hacés lo que te digo, harás historia. Trotsky le respondió: eso según quien escriba la historia. Trotsky manejaba el concepto de tiempo histórico: la historia no eran los hechos crudos de la experiencia, sino lo que se escribía de ellos.
Las cosas, ¿son lo que ocurren?
No. Las cosas son lo que decimos de ellas, en otro tiempo. Esto recuerda un viejo chiste: Un barco se hunde. El único sobreviviente llega nadando hasta una isla desierta. Pasan los días y nadie lo rescata. De repente, descubre que no está solo: una hermosísima mujer, impactante, también sobrevivió al naufragio. Se cruzan. Tienen sexo salvaje. Uno, dos, tres, cuatro días, casi sin parar. Al quinto día, el hombre no quiere; está deprimido. La mujer le pregunta qué te pasa. El hombre no responde nada, me gustaría que te vistas con mi ropa. Quiero que me hagas de tipo. La mujer lo mira extrañada, pero accede. Poné voz de macho, le pide el hombre. La mujer accede y, cuando termina de vestirse, él le dice: “¡che, no sabés la mina que me estoy cogiendo, hermano!”.
Si el hombre no lo cuenta es como si no hubiera sucedido.
Las cosas son lo que decimos de ellas.
El tema del tiempo histórico es apasionante y, a la vez, preocupante.
La burguesía, por ejemplo, acepta el tiempo histórico hasta su producción como sistema. Luego, su tiempo adquiere las características la eternidad, de naturaleza. Después de conquistar el poder, las sociedades burguesas son naturales, inmutables. Vivimos en el fin de la historia, al decir de Francis Fukuyama. Se universaliza el capitalismo de libre mercado y democracia y no hay más historia, sólo una infinita miríada de acontecimientos particulares. Esto trae una serie de consideraciones un tanto problemáticas.
Por ejemplo: si el sistema capitalista es natural y todo lo que sucede en su contexto también lo es, ¿significa que la pobreza o la miseria son naturales? ¿Debemos resignarnos a ellas dada su condición objetiva? Si este es el mejor de los mundos, ¿no deberíamos soportar incluso otras cosas: las torturas, las ocupaciones, la explotación, la injusticia social, etc.? Si no hay mejor mundo que éste, ¿para qué intentar cambiarlo?[5]
Incluso dejando de lado este dilema ético, hay algo más.
Dice el filósofo Slavoj Zizek en su “Sobre la violencia”: “Quizá es aquí donde debe ser localizado uno de los peligros del capitalismo: aunque sea global y abarque el mundo entero, sostiene una constelación ideológica privada de mundo, despojando a la gran mayoría de la población de cualquier cartografía cognitiva significativa.” El capitalismo no es global en cuanto a su sentido. Su verdad sucede en la órbita del sin-sentido, quitando a todos la posibilidad de un sentido mayor, último. Cuando mueren las ideologías, sólo queda la administración del bienestar y la seguridad humanas.
Mientras tanto, sin embargo, hay quienes son capaces de volar un avión por (¿casi?) nada.
¿CONCLUSIÓN?
Sospecho que la pregunta por el tiempo es una pregunta engañosa. Preguntarse por el tiempo es preguntarse si es posible otro tiempo. Un tiempo que justifique la vida, el universo.
Al fin y al cabo, cuando no se acude a las ciencias para responder por el tiempo, la metafísica y la religión nos asestan su zarpazo.
¿Tiene un sentido el tiempo?
Ahí están las escatologías (las cristianas y las otras), con sus escenarios sobre el fin de los tiempos y sus recetas para salvar nuestras almas.
Por otro lado, está lo que Heidegger llamó el historicismo. Las filosofías de la historia mentan una metafísica histórica: la historia tiende al fin de la injusticia, al comunismo, etc. Si bien exigiendo una lucha revolucionaria, el materialismo histórico, por ejemplo, premia esta lucha con un futuro sin clases.
Pero pregunto, otra vez, ¿tiene un sentido el tiempo?
O ¿todo tiempo es una ilusión de la circularidad y la repetición de lo mismo en donde estamos inmersos?
[1] Recordemos la obsesión de Borges por el tiempo y en especial por la doctrina del tiempo circular. La metáfora utilizada en sus cuentos es el laberinto. Para eso, Borges usa una metonimia eficaz: describe laberintos en el espacio (en templos, ciudades, fortalezas) y logra la sensación de un laberinto también en el tiempo.
[2] Recordemos las estructuras de las tragedias griegas. La tragicidad radica en la oposición del hombre a su destino, siempre fatídico. El héroe trágico es un hombre preso en la temporalidad fatal del mito.
[3] No parece muy difícil imaginar una alienación en este sentido. El reloj, que sirve para medir el tiempo, termina por imponer su medida a nuestro propio tiempo. Como dijo Sabato en “Hombres y engranajes”, antes cuando uno tenía hambre miraba al reloj. Ahora, para saber si tengo hambre, primero consulto el reloj.
[4] Aristóteles usó esta tríada no sólo en su “Física”, sino también en su “Poética”. Así estableció el canon de la narración tradicional entendida como una estructura de acontecimientos con principio, desarrollo y fin (inicio, nudo y desenlace).
[5] Aquí se da lo que Foucault llamó el “reformismo”. El reformismo se podría reducir a: “las cosas no se pueden cambiar; en todo caso, mejorémoslas.” En eso se basa el inclusionismo: incluyamos a las minorías a la dinámica del sistema. Con eso se conmina a las minorías rechazar la lucha por el poder e iniciar la épica de la integración.
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