A pesar de la distancia impuesta por
los siglos o las geografías, siempre hubo destinos similares. Claro, los
hombres se parecen. Pero hay vidas que, en el azar del tiempo,
encontraron motivaciones próximas, sufrieron los mismos pesares o se
estimularon ante idénticos perfumes. En este sentido, un análisis sociológico
de las diversas épocas podría constatarlo y levantar una lista de hombres o
mujeres de simétrica existencia.
A esa lista imaginaria yo quisiera
agregar dos nombres. Nombres de grandes poetas signados por la soledad, el
aislamiento, el ansia del saber, el alcohol y una fama póstuma: Omar Khayyám y
Fernando Pessoa. A su vez, quisiera mencionar puntuales aspectos que hermanan
sus poéticas: el elogio del vino y la lucidez ante las supersticiones religiosas
y filosóficas (quizá pueda filtrarse un tercer hombre en todo esto, un filósofo
loco).Empeceos por asuntos biográficos. Khayyám nació en Nishapur, Persia, alrededor del año 1040 DC, donde murió octogenario. Allí y en la ciudad de Balj, recibió instrucción en los temas de las ciencias y filosofía. En 10710, se trasladó a Samarcanda, donde el patrocinio del jurista Abú Taher le permitió completar su "Tesis sobre demostraciones de Álgebra y Comparación". Con ella logró gran reconocimiento y prestigio. Omar Khayyám, también, realizó importantes investigaciones en astronomía, practicó la medicina, escribió sobre alquimia y metafísica. Modificó tablas astronómicas y formó parte de una comisión encargada de reformar el calendario musulmán. Desde entonces se adoptó una nueva era, conocida como jalaliana o el Seliuk. En 1092 realizó su peregrinación a La Meca, según la costumbre musulmana y a su regreso a Nishapur trabajó como historiador y maestro en matemáticas, astronomía, medicina y filosofía entre otras disciplinas.
Así
lo describe el escritor brasilero Christovam de Camargo:
“Era
un torturado, ese elegíaco Omar Khayyám: torturado por el ansia de saber,
siempre en la búsqueda del porqué de las cosas. Y como la ciencia no lograse
apaciguar su espíritu, no le proporcionase el reposo que sólo encontraría en la
verdad, y ésta era fugitiva e inasequible, abandonó estudios y meditaciones,
esas laboriosas pesquisas cuyos resultados estaban lejos de satisfacerle.
Desilusionado de todo, le pareció que la taberna, con el filtro mágico de las
ánforas y toneles, pondría fin a tamaño desconcierto, sería el último abrigo de
su alma desconsolada. Allí se refugió y fue componiendo esos versos llenos de
una angustiada alegría (…).”
Esos
poemas se llamaron Rubaiatas. Se trató de estrofas de cuatro versos,
caracterizados por un lenguaje directo, a veces epigramático, que oscilaba
entre lo lírico y lo metafísico.
Por
otro lado, Fernando Pessoa.
El
poeta portugués nacido en 1888. Un hombre solitario que supo dedicarse al
comercio, al periodismo, a la literatura. Se ganaba la vida como traductor y,
por la noche, escribía poemas. Como sabemos, la gran audacia de Pessoa fue su
propuesta de consumar una obra poética a través de heterónimos: Ricardo Reis,
Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Bernardo Soares. Cada uno de estos
personajes tenía una entonación propia, una voz, una estética y una filosofía.
Pero mejor honremos al poeta y dejemos esta reseña en sus justos límites:
Si
después de yo morir quisieran escribir mi biografía
no
hay nada más sencillo.
Tiene
sólo dos fechas:
la
de mi nacimiento y la de mi muerte.
Entre
una y otra todos los días son míos.
Así lo escribió Pessoa y debemos
acatarlo.
Pasemos ahora a los destinos
parecidos. La soledad, la poesía y el aislamiento. Las poéticas hermanadas
entorno al vino.
Escribió Khayyám:
el buen consejo:
Antes de que los pesares
destruyan tu corazón,
y antes
que el manto sombrío de la noche
venga a ocultar
los últimos reflejos del atardecer,
lleva para tu alcoba
el vino color de rubí.
Y Pessoa:
Trueca por vino el amor que
no tendrás.
Lo que esperas lo esperarás
por siempre.
Lo que bebes, te lo bebes.
Mira las rosas.
En la comparación de estas estrofas
la voz poética en imperativo sugiere, aconseja la renuncia. La renuncia y su
contracara: la elección del vino. El vino nos protege de “los pesares”, del
“manto sombrío de la noche” y la espera eterna. Una condición metafísica de la
vida ampara el acto de beber.
¿No
te diste cuenta,
todavía,
de
que el vino es espíritu,
de
que él crea, educa, embellece,
modela
el verdadero hombre?
Lejos encontramos al vino de la
simbología y la superstición cristiana. El vino de Kayyám y Pessoa, más bien,
es un remedio herético, un elixir de lucidez. En Pessoa, el vino nos despierta
de la ilusión metafísica. Como se intuye, la religión, la moral y la metafísica
han desarrollado a lo largo de los siglos un complejo entramado de farsas
conceptuales en torno a la existencia de otro mundo, más puro, más noble que el
habitado por nosotros. Y, de yapa, se pretendió quitar valor al mundo sensible,
terreno de las pasiones y el instinto. Pero Pessoa, mientras bebe, se ríe
amargamente de todo esto:
¡Come chocolates, pequeña;
come
chocolates!
Mira
que no hay en el mundo más metafísica
que los chocolates.
Mira
que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
Bueno,
nombremos a Dionisio. Dios griego del vino. Personaje del cual se valió
Nietzsche para ilustrar uno de los principales conceptos de su obra. Dionisio
habita dentro de nosotros: es el impulso a la embriaguez, a lo orgiástico, a lo
vital en estado puro. Dionisio tiende a la disolución, a la destrucción de los
velos que impone Apolo, dios de la razón. Dionisio y su bebida mágica nos
llevan al canto, a la alegría, a la afirmación en contra del nihilismo
ascético.
Khayyám,
ocho siglos antes que Nietzsche, escribía:
¿Por
cuánto tiempo quedarás
ajeno
a la vida,
perdiéndola
de
la satisfacción de tus instintos?
¿Hasta
cuándo
permanecerás
así anonadado
en
la muda contemplación de la existencia,
en
la muda contemplación de la Nada?
¡Bebe
vino, amigo!
El vino nos lleva al éxtasis de la
embriaguez, único estado en que vale la pena vivir. Probemos sacarle a este
mundo su ordenación jerárquica, su reducción apolínea, sus eternas fábulas
metafísicas y encontraremos que su modo de ser es en la embriaguez de los
sentidos. Lucidez = embriaguez. Y entonces Pessoa:
Nadie,
en la vasta selva virgen
del
mundo innumerable, finalmente
ve
a los dioses que conoce.
En
la brisa se oye sólo lo que trae la brisa.
Lo
que pensamos, sea amor, sea dioses,
pasa
porque pasamos.
En Khayyám, sin embargo, todo
resulta más sorprendente. Pessoa fue un hombre del siglo pasado. Khayyám, en
cambio, blasfemó en la oscuridad de su tiempo y supo hacer del vino un símbolo
de lucha y de renuncia. Cuando el poeta descubre el tejido de lo real, sabe que
no hay nada detrás, salvo el incesante hormigueo humano proyectando
fantasmagorías. Alá no ha conseguido probar su existencia. El siervo justifica
su servidumbre con la beatitud de otra vida. Y, mientras tanto, los
gobernantes, los magistrados hacen correr sangre. Los despreciadores del
cuerpo, los sacerdotes, los moralistas consuelan para que los cínicos
profesionales gocen con su oro, sus mujeres y despotismo. “Nosotros sorbemos el vid y vosotros
edificáis leyes y decretos para chupar la savia de vuestras víctimas”.
Khayyám prosigue, en otro continente
y en otro sentido, la tradición de Epicuro. (Aunque parece más estimulante el
vino del poeta que la dieta de pan, queso y
agua recomendada por el filósofo griego.)
Bebe
vino,
prenda
de vida eterna,
¡único
fin y razón de la existencia!
Ves,
¡es la aurora del amor!
Se
abren las rosas
y
el céfiro
nos
embriaga con sus aromas.
¡Es
la estación de los placeres!
Mira
¡cómo
todos deliran
en la euforia
de este momento
excepcional!
Sé feliz un instante,
pues
la vida, amigo,
no
es más que ese instante…
Dijo
Khayyám contra los gobernantes, siempre sobrios: “Si estableciéramos
comparaciones entre nuestras acciones y las vuestras, las nuestras tendrían más
valor, por lo menos no serían tan nefastas”.
Pero
retengamos la idea de que la embriaguez es la única condición de vivenciar la
esencia de este mundo. El pesimismo de Pessoa y Khayyám, en efecto, se trocaría
en sensualismo o hedonismo moderado.
Pessoa señala, a lo largo de su obra, la imposibilidad de conocer, la
indiferencia de lo real, la incompatibilidad entre nuestro lenguaje y la
naturaleza. Pero también nos invita a oler las rosas, a saborear el
instante.
La lucidez embriagada, por último,
lleva a desbaratar el edificio completo de las ficciones que comenzó con Dios,
el Ser o Alá. Y siguió, a través de las agua de las centurias, con más
personajes: el Alma, la Inmortalidad, el Deber, la Fortuna, el Estado, el
Cuerpo Sano.
De
lo que se trata es de desmontarlos.
Peores males
hay que estar enfermo,
dolores hay que no duelen ni en el alma
y que dolorosos son más que los otros.
Hay angustias soñadas más reales
que las que trae la vida, hay sensaciones
sentidas con sólo imaginarlas
más nuestras que la propia vida.
Hay tanta cosa que sin existir
existen, existen demoradamente
y demoradamente son nuestras...
Sobre el verde turbio del anchuroso río,
los circunflejos blancos de gaviotas.
Sobre el alma, el aleteo inútil
de cuanto no fue, ni pudo ser, y es todo.
dolores hay que no duelen ni en el alma
y que dolorosos son más que los otros.
Hay angustias soñadas más reales
que las que trae la vida, hay sensaciones
sentidas con sólo imaginarlas
más nuestras que la propia vida.
Hay tanta cosa que sin existir
existen, existen demoradamente
y demoradamente son nuestras...
Sobre el verde turbio del anchuroso río,
los circunflejos blancos de gaviotas.
Sobre el alma, el aleteo inútil
de cuanto no fue, ni pudo ser, y es todo.
Dame
más vino, que la vida es nada.
Y, a la vez, de lo que se trata es de
poder vivir en la realidad.
Renuncia
a todo
en
este mundo-
fortuna,
honores, poder.
Desvía
tus pasos
de
todo camino
que
no te conduzca
a
la taberna.
¡Nada
pidas
ni
deseessino vino, canciones, música, amor!
Noble
y hermoso mancebo,
coge
el odre,empuña la copa.
¡Bebe!
Pero,
¡cuidado!
¡No
seas frívolo,no hables en vano!
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